La minería ofrece una imagen condensada de la sociedad de clases capitalista. Muy lejos de las lóbregas galerías, los burgueses amasan sus ganancias y el Estado supervisa la gestión de un bien estratégico. En la superficie, los cuadros técnicos y las burocracias sindicales organizan la producción desde sus confortables oficinas. Son otras, sin embargo, las […]
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MARIO AGUIRIANO. Murieron cinco mineros, MiraiLa minería ofrece una imagen condensada de la sociedad de clases capitalista. Muy lejos de las lóbregas galerías, los burgueses amasan sus ganancias y el Estado supervisa la gestión de un bien estratégico. En la superficie, los cuadros técnicos y las burocracias sindicales organizan la producción desde sus confortables oficinas. Son otras, sin embargo, las manos que extraen los minerales sobre los que se sostiene todo el edificio. Son otras las caras tiznadas de hollín, las espaldas gastadas por el esfuerzo, los brazos que empujan las carretillas, los cuerpos que descienden en los desvencijados ascensores industriales. Y son otras también las vidas segadas por las explosiones, lentamente extinguidas por la silicosis, brutalmente arrancadas por los derrumbamientos, macabramente calcinadas por los incendios. Estas son las vidas
proletarias.
Vidas como las de los cinco trabajadores muertos ayer en la mina de Zarréu en Asturias, a quienes debemos sumar cuatro heridos graves. Cerrada en 2018 y con un amplio historial de accidentes mortales (2011, 2015, 2022) la mina era hoy testigo de labores de investigación sobre usos alternativos del carbón, encargados a la empresa Blue Solving. Lejos de los laboratorios blanquísimos, esto requería volver a mandar a currelas a las oscuras galerías. Los familiares lo han expresado sucintamente: “Los tenían trabajando en una ratonera”. Todas las pruebas apuntan a que la causa inmediata de las muertes reside en una explosión de grisú, el siniestro protagonista de algunas de las grandes tragedias mineras de la historia, desde Benxihu (China, 1942, 1549 muertos) a Courrières (Francia, 1906, 1099 muertos) o Senghenydd (Gales, 1913, 439 muertos). La causa general, sin embargo, reside en un sistema donde las vidas de los trabajadores están subordinadas a la producción de ganancias.
Ahogada desde hace décadas por la presión asfixiante de la competencia internacional, la minería asturiana exhala hoy sus últimos estertores. En 2024 cerró la última mina estatal (el pozo de San Nicolás, donde en 1995 otra explosión de grisú mató a 14 mineros), lo que supuso el fin aparente de la minería activa en la región. De las decenas de miles de mineros –alcanzando los 50.000 a mediados del pasado siglo– que una vez representaran una porción decisiva de la vanguardia proletaria del Estado hoy apenas quedan 250, entregados a tareas de desmantelamiento, reconversión o mantenimiento de los pozos cerrados. El tránsito de un punto a otro ha sido una larga historia que condensa, en sus luces y muchas sombras, lo que casi todas las luchas obreras de las últimas décadas: heroísmo y mezquindad, resistencias vigorosas que no logran convertirse en ofensivas, el papel traidor y corrupto de las burocracias sindicales, la división de los trabajadores mediante la creación de aristocracias obreras, el trabajo de criminalización de los medios de comunicación, la doblez del Estado capitalista, la solidaridad menguante y la ausencia de alternativas reales.
Hoy toda la clase política y empresarial se deshará en lamentos hipócritas sobre la tragedia, que transformarán en una catástrofe natural o en la negligencia de algún actor concreto. Lo cierto, sin embargo, es que tragedias como esta son consustanciales al régimen de esclavitud asalariada que ellos gestionan y perpetúan. Basta recordar, a modo de ejemplo mínimo, que el proyecto de rearme europeo incluye en el Estado español la voluntad de reabrir minas de litio, cobre, níquel y tierras raras, todos ellos materiales críticos para la industria militar.
Ninguna de sus cínicas condolencias llegará a la suela de los zapatos de esa viuda rota de dolor que ayer, según recoge el diario
El Comercio, exclamaba en las puertas de la mina: “¿Por qué? ¿Por qué no me dijiste ayer que era el último día?” “¡No puedo! ¡Me quiero morir con él!”.
Por qué no me dijiste que ayer era el último día. Todo el sufrimiento de este lunes negro cabe en esta frase desgarradora, en esa caricia que ya podrá darse nunca, en todas las frases que quedaron por decir, en la trágica inconsciencia de ese día que parecía ser un domingo más, con sus ritmos rutinarios, su cadencia melancólica, y la perspectiva gris de una nueva semana de curro, en esos findes de semana que siempre se hacen demasiado cortos, donde el cansancio acumulado quizás llevó a rechazar ese plan que hoy sabemos que hubiera sido el último. Un domingo que queda hoy congelado en el tiempo, con cada una de sus escenas cotidianas grabada en la memoria y atravesada por la nostalgia de todo aquello que ya no podrá ser, todo lo que dejó de hacerse antes de que la explosión se llevara consigo tantos futuros posibles.
David Álvarez, Jorge Carro, y otros tres nombres que aún no se han hecho públicos. Cinco nombres que se suman a los 796 muertos en accidentes laborales en el Estado español en 2024, sumados a su vez a esa cuenta de millones de cadáveres obreros que un día la burguesía habrá de pagar. ¿El medio? Transferir el poder a esas manos que durante siglos han empujado las carretillas, empuñado los picos y manejado la dinamita, para que las víctimas de hoy sean los vencedores del mañana, y el trabajo pueda reorganizarse sobre nuevas bases; lejos, por fin, de la explotación y sus tragedias.
(
Diario Socialista)