Introducción Al hablar de la violencia debe hacerse una precisión muy importante desde el inicio: no estamos ante un instinto de orden biológico, ante un comportamiento natural, genético, que nos marca un camino ineludible. La violencia, en cualquiera de sus formas, dado que adquiere muy diversas manifestaciones, hay que entenderla como resultado de un complejo […]
MARCELO COLUSSI/MARIO S. de LEÓN. Cultura de violencia en CentroaméricaIntroducciónAl hablar de la violencia debe hacerse una precisión muy importante desde el inicio: no estamos ante un instinto de orden biológico, ante un comportamiento natural, genético, que nos marca un camino ineludible. La violencia, en cualquiera de sus formas, dado que adquiere muy diversas manifestaciones, hay que entenderla como resultado de un complejo proceso de humanización, de socialización, donde la cría humana deviene una más, adaptada a lo que se considera la normalidad dominante, siempre en una relación tensa y dinámica con otros dos grandes elementos: el conflicto y el poder.
La realidad humana, en términos histórico-sociales, no puede abordarse desde el concepto biológico de homeostasis (equilibrio). Nuestra condición en este campo está marcada por el conflicto, por la lucha, por la desavenencia. Ello es producto de la manera en que esa cría ingresa en el orden simbólico que la constituye como un ser humano, a partir de una tensión originaria que siempre podrá hacer ver al otro -además de compañero- como posible rival. En otros términos, no podemos considerar a la violencia como un elemento “maligno” en sí mismo, casi como una “esencia”, sino en una dialéctica y compleja relación con los otros elementos de la tríada: el conflicto y el poder, distintivos de lo humano.
Distintas miradas, en Occidente y en Oriente, en distintas cosmovisiones a lo largo de la historia, la conceptualizan como un elemento presente en nuestro devenir en tanto especie, adversándola o aceptándola resignadamente como parte constitutiva de nuestra condición, pero siempre dándole un lugar, no considerándola una rara anomalía. En cualquier latitud y en cualquier momento histórico, hay guerra, opresión, distintas formas de violencia. “La guerra (
pólemos) es padre de todas las cosas”, dirá Heráclito en la antigüedad clásica de Grecia. “La historia es un altar sacrificial”, expresa Hegel, y Marx retoma esa idea agregando que “La violencia es la partera de la historia”.
En otros términos, la violencia es consustancial a lo humano. “Si quieres la paz, prepárate para la guerra”, rezaba un dicho romano. La violencia es la expresión más evidente -y descarnada, a veces sangrienta- de los eternos juegos de poder. Su presencia, no obstante, no puede aplaudirse ni glorificarse; en todo caso, debe oponérsele algo para mantenerla al nivel más bajo posible. He ahí la ley entonces, que organiza las sociedades. La ley, que no necesariamente es justa ni equitativa, que está formulada siempre desde una posición de poder (“Es lo que conviene al más fuerte”, sentencia Trasímaco en la Grecia clásica; “Está hecha para y por los dominadores, y concede escasas prerrogativas a los dominados”, agrega Sigmund Freud en 1932), nos aleja del caos permitiendo la convivencia social. De todas maneras, la violencia de algún modo siempre se filtra, asumiendo distintas formas.
Más que escandalizarnos de la violencia o, más precisamente dicho, de las violencias, dado que asumen muy distintas formas, podemos/debemos encararlas con inteligencia para ver cómo se pueden desmontar, atemperar, buscar su procesamiento. Apuntar a un paraíso de paz y sosiego es un imposible, un camino inconducente; pero tampoco puede apostarse por el darwinismo social, por la apología del más fuerte, santificando la violencia y entronizando las jerarquías sociales como algo natural o de carácter divino. Lo humano es siempre histórico y las modalidades que han adquirido las violencias también lo son; por tanto, es pensable un mundo -o, para nuestro caso ahora, una región centroamericana- con índices de violencia más bajos, donde la vida no sea solo un desafío diario, sino que valga la pena vivirla.
Centroamérica, por un complejo entrecruzamiento de causas que trataremos de ir identificando a lo largo del presente texto, evidencia una historia de violencias muy crudas, sin anestesia, si vale decirlo así, con fiereza. Todo eso es producto de una historia que, al día de hoy, ya entrada la tercera década del siglo XXI, presenta a las violencias como algo normalizado. Adversadas por un lado, pero asumidas al mismo tiempo como una cultura dominante, algo que siempre fue así y no se ve necesitado de cambio, hacen parte consustancial de toda la región, con una aspereza mayor que en otras zonas del continente.
Lo que estalló en forma sangrienta mostrando niveles de crueldad alarmantes, lo que se puso en total evidencia con las guerras internas que prácticamente toda la región vivió en estas últimas décadas, no es sino la expresión de algo que hoy sigue presente y que viene desde siglos atrás. “La historia inmediata no es suficiente para explicar el enfrentamiento armado”, concluyó la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (1998, p. 79) al investigar la guerra civil en Guatemala, conclusión que puede ser válida -salvando las distancias- para todos los países del área que sufrieron procesos similares
. Luego de los recientes años cuando, en el marco de la Guerra Fría que vivían las dos superpotencias de entonces, Estados Unidos y la Unión Soviética, los países del istmo se desangraron en conflictos internos, hoy día, aunque formalmente ya no se libran guerras en ningún territorio centroamericano, la percepción dominante hace sentir la vida cotidiana como que sí, efectivamente, se vivieran un clima cuasibélico. En la actualidad, repitiendo los índices de violencia que se podían encontrar durante la guerra, la situación cotidiana nos confronta con nuevas formas de violencia, amenazantes y paralizantes. No hay enfrentamientos armados entre Ejércitos o fuerzas estatales y movimientos guerrilleros insurgentes, pero la situación de inseguridad que se vive a diario, en zonas urbanas y rurales, comparativamente es igual de preocupante.
En muy buena medida, a partir de las matrices de opinión generadas por los medios masivos de comunicación, tiende a identificarse “violencia” con “delincuencia”. Sin embargo, la realidad es mucho más compleja. Esa identificación es, cuanto menos, errónea, si no producto de una interesada manipulación. Pero, se pueden anotar como causas de la situación actual, de esta epidemia de violencias que se sufre a diario y que no es solo delincuencia, un entrecruzamiento de factores:
- La pauperización generalizada, con un promedio regional que ronda el 50 % de la población bajo el límite de pobreza (Costa Rica es la excepción).
- La desigualdad y exclusión en la distribución de los recursos económicos, políticos y sociales, con irritantes asimetrías entre grupos sociales.
- El legado histórico de violencia y su consecuente aceptación en la dinámica cotidiana normal. Además de las devastadoras guerras internas de largos y sombríos años, también puede mencionarse como constantes normalizadas: corrupción, dictaduras, elecciones fraudulentas, violación sistemática a los derechos humanos, marcado racismo, cultura patriarcal como pauta dominante, menosprecio de lo diverso.
- Una cultura de violencia que se manifiesta desde el mismo Estado y la forma en la que este se relaciona con la población: abuso de poder y, al mismo tiempo, ausencia o debilidad extrema en su función específica de brindar servicios públicos (salud, educación, infraestructura básica, transporte, seguridad ciudadana). Lo único que funciona aceitadamente es la represión de la protesta popular.
- La impunidad generalizada, con sistemas de justicia débiles e inoperantes, ineficientes en el cumplimiento de su función específica.
- Marcada militarización de la cultura ciudadana (con una cantidad desconocida de empresas de seguridad privada, muchas de ellas trabajando sin las correspondientes autorizaciones de ley, aumentando exponencialmente la cantidad de agentes armados por estas empresas en relación a la fuerza policial pública). A ello se suma una generalizada paranoia social con respuestas reactivas: medidas de seguridad por todas partes, población civil armada, desconfianza, casas amuralladas, barrotes y alambradas, puestos de control.
- Una acentuada cultura del silencio producto de la ineficiencia de los sistemas de justicia, y también herencia del miedo generado por los conflictos armados recientemente vividos, todo lo cual predispone para no presentar denuncias, no decir nada, dejar pasar, aguantar. Y, en el peor de los casos, tomar justicia por mano propia; de ahí que los linchamientos no son fenómenos raros en esa dinámica.
Junto al trauma y el sufrimiento que se genera en las víctimas de cualquier forma de violencia, lo cual se refuerza en un círculo vicioso su normalidad y aceptación resignada, se encuentran costos económicos abrumadores a nivel nacional, que evidencian que las mismas son un factor altamente negativo en la construcción de sociedades más justas y equilibradas. Dichos costos se estiman en alrededor del 8 % del producto interno bruto (PIB) regional, donde se incluyen la seguridad de los ciudadanos, los procesos judiciales y los gastos de los sistemas de salud.
Para abordar las violencias en su justa dimensión en una lectura desde las ciencias sociales (sociología, antropología, historia, psicología, siempre en clave de pensamiento crítico), presentaremos aquí cinco categorías. Las mismas serán revisadas, cada una por separado, en términos teórico-conceptuales, con algunos ejemplos que sirvan para explicitar lo dicho.
- La violencia social y económica en cada país: los niveles de pobreza, la marginalidad e informalidad laboral, la vulnerabilidad, la precariedad generalizada, los niveles agudos de desnutrición, analfabetismo y de salud integral. La falta de calidad de vida y bienestar, de oportunidades de movilidad y ascenso social y económico. Ambas violencias se relacionan con las migraciones masivas en el llamado Triángulo Norte de Centroamérica.
- La violencia histórico-estructural estatal: la violencia y terrorismo del(os) aparato(s) del(os) Estado(os) en Centroamérica y las guerras civiles/conflictos armados y su composición orgánica.
- La violencia patriarcal: femicidio y su normalización, violencia de género, contra la diversidad sexual (LGBTQ+), violencia intrafamiliar y criminalización del aborto y otras subcategorías más.
- La violencia étnica y sociocultural: de las “sociedades mayoritarias” sobre “las sociedades minoritarias”. Los Estados centroamericanos y sus políticas estructurales racistas. El genocidio y las defensas territoriales. Represión sistemática y continua.
- La violencia psicológica y física normalizada en la cotidianeidad: la delincuencia. Cultura de violencia generalizada. Delincuencia común, crimen organizado, narcoactividad, contrabando, trata de personas y derivados.
- Violencias social y económica
Centroamérica, considerada como unidad, es la región más empobrecida de todo el continente americano. Si Latinoamérica presenta los índices de mayor brecha entre ricos y pobres a nivel mundial, en el istmo centroamericano esa distancia se agiganta. Solo para muestra, citemos el caso de Guatemala. Esta nación, junto a un pequeño puñado de países con características bastante similares, en las mediciones de desarrollo humano que periódicamente realiza Naciones Unidas, siempre evidencia los peores índices de distribución de la renta nacional; es decir, es de los diez lugares del mundo donde las diferencias entre ricos y pobres son más irritantes. Una investigación realizada por la empresa Wealth-X, asociada al banco suizo UBS -Union Bank of Switzerland- mostraba que:
0.001 por ciento de los 15 millones de guatemaltecos tienen más capital que el resto de la sociedad. (…) hay 260 ultra-ricos guatemaltecos que poseen un capital de US$30 mil millones, lo que representa el 56% del PIB. (…) Los $30 mil millones [de dólares] son Q [quetzales] 231 mil millones. Esto equivale a lo que el Estado de Guatemala recauda cada cuatro años. (Rodas, 2015)
Esta tendencia a la hiperconcentración de la riqueza en pocas manos es lo distintivo del área en términos socioeconómicos. En todos los países, en mayor o menor grado, se reproduce esa estructura: pequeñas élites acaparan básicamente la riqueza nacional, con una muy alta concentración de la tierra (el 1 % de la población detenta dos tercios o más de las tierras cultivables) y, junto a ello, poblaciones que viven en la pobreza crónica, o incluso en la indigencia.
Las condiciones generales de vida de las grandes masas populares son malas, con escaso acceso a servicios públicos, siempre de mala calidad, desfinanciados, precarios, en situación de vulnerabilidad, sin mayores posibilidades de movilidad social y ascenso económico, condenadas a la exclusión social y a la pobreza en países que, en realidad, no son pobres, sino que están empobrecidos. Países que producen alimentos y podrían asegurar una buena nutrición para toda su población, paradójicamente presentan los niveles más altos de malnutrición crónica.
La producción, básicamente agraria, está destinada en buena medida al mercado internacional (azúcar, café, palma aceitera, frutas), con oligarquías que manejan los países con criterios de finca propia y con débiles procesos de industrialización básica, fundamentalmente maquilas. En años recientes se asiste a procesos de extractivismo creciente, con inversiones en minería, hidroeléctricas y cultivos extensivos dedicados al agronegocio. En las economías de la región ha jugado y sigue jugando un papel muy importante la presencia de capitales estadounidenses. La injerencia de Washington en el área es decisiva en las dinámicas políticas, con continua influencia política y, a veces, militar.
La sumatoria de todas esas causas, más una cultura de violencia que se remonta a la Colonia, cuando los encomenderos y las primeras familias nobles españolas o criollas practicaban una suerte de esclavitud encubierta con los pueblos originarios, fue el caldo de cultivo para la sucesión de guerras civiles que estallaron en la región durante el siglo XX. La opresión económica histórica, con niveles de desigualdad y exclusión social impresionantes, detonaron sucesos de violencia bélica, cuyos efectos se dejan sentir aún hoy, varias décadas después de acalladas las armas. Esas condiciones de violencia social y económica de base tienen como efecto inmediato al menos dos elementos: las migraciones masivas y la violencia delincuencial.
Centroamérica es uno de los lugares del mundo que más población expulsa. Si bien es cierto que mucha gente huye de sus países de origen debido a la violencia cotidiana dada por la criminalidad reinante, por las extorsiones de pandillas y, en muchas ocasiones, por la violencia intrafamiliar, el grueso de las masivas migraciones, cada vez más numerosas en búsqueda el presunto sueño americano, se deben a la desigualdad económica existente. Las poblaciones, aun sabiendo los riesgos que conlleva la migración en condiciones de precariedad, optan por correr el riesgo de cruzar el desierto enfrentándose a numerosos y crueles peligros: secuestros, asesinatos, extorsiones, además del rechazo de las guardias fronterizas, porque, si bien eso es un infierno, más aún lo es la vida en las condiciones en que se desenvuelve en sus lugares de origen.
La pobreza estructural crónica, que definitivamente es una forma de violencia que atenta contra la vida misma y la calidad de la vida, en tanto constante histórica en la región centroamericana desde hace ya largos siglos, se ha visto profundizada en estas últimas décadas por los planes de ajuste neoliberal que los organismos crediticios del Consenso de Washington (Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional) impusieron mundialmente. Ello trajo aparejado una mayor pobreza y un crecimiento de gente en situación de desesperación. Tal como lo dice Atilio Boron:
En el primer sentido, hay menos proletarios “clásicos” que antes, en el mundo desarrollado tanto como en la periferia; pero en otro sentido podría decirse que jamás ha habido en la historia del capitalismo tantos proletarios como hoy, si bien de un nuevo tipo. Es esto lo que tiene in mente Frei Beto cuando habla del “pobretariado” latinoamericano y su papel en la transformación de nuestras sociedades. Un “pobretariado” constituido por (…) hombres y mujeres para quienes este sistema no abriga esperanza alguna. (2008, p. 127)
Ante esa desesperación que provoca la falta de perspectiva económica, la migración se ve como una salida. Además, para algunos jóvenes, según estudios consistentes, solo el 10 % de los jóvenes de barriadas pobres (Colussi et al., 2016), la entrada en los circuitos delincuenciales sería otra opción.
Totalmente lejos de criminalizar a la pobreza, es sabido que las condiciones de exclusión económica, en lo común en las áreas urbanas, son un caldo de cultivo para la aparición de conductas transgresoras. La invitación al dinero fácil es siempre una tentación. Cuando se combinan estos factores -marginalidad, pobreza, familias desestructuradas, poca o ninguna perspectiva de futuro- es entendible que cualquiera, y un joven más que nadie, pueda ingresar en esos circuitos. Una vez ingresado, la dinámica inercial tiende a perpetuar esas formas de vida.
La violencia delincuencial no es producto directo de la violencia económica, pero hay allí una relación que no puede desconocerse. Hay otro tipo de delincuencia (de la que nos ocuparemos más adelante, la llamada de cuello blanco) que responde a otras motivaciones. Habitualmente, sin embargo, en el imaginario colectivo, en muy buena medida instalado por el continuo bombardeo mediático, queda identificado delincuente con jóvenes de barrios marginales. Tremendo prejuicio que hay que destruir, definitivamente.
Ejemplos de violencia socialEn países como El Salvador, Honduras y Guatemala, las pandillas (maras) ejercen un control significativo sobre comunidades enteras, lo que resulta en altos índices de homicidios, extorsiones y desplazamientos forzados, debido al temor generalizado a estos grupos por el nivel de violencia extrema y coerción que ejercen y al reclutamiento forzoso de nuevos miembros(as).
En Guatemala, Honduras y El Salvador, los índices de femicidios y violencia contra las mujeres son alarmantes y se sabe que en la mayor parte de los casos hay subregistro por omisión o por miedo a reportar los hechos. La impunidad, el machismo estructural negligente y prevalente de las instituciones u organizaciones que tienen que ver directamente con este tipo de violencia y la falta de protección adecuada agravan esta situación en dichos países.
En Nicaragua, la represión gubernamental contra manifestantes y opositores políticos ha resultado en arrestos arbitrarios, desapariciones y violaciones de derechos humanos constantemente. El autoritarismo dictatorial, justificado en un antimperialismo nacional y regional, ha hecho que los poderes del actual gobierno, en el poder desde hace varios períodos, se consoliden sin permitir mayores espacios de disenso y pluralidad política. En El Salvador, la prensa independiente ha visto coartada violentamente su libertad para obtener acceso a información de tipo oficial, en especial la que se refiere a la seguridad ciudadana. En abril de 2021, el presidente Bukele suspendió a Liduvina Escobar, comisionada del Instituto de Acceso a la Información Pública (IAIP), que había interpuesto acciones de inconstitucionalidad contra reformas presidenciales que lo afectaban. Escobar recibió amenazas de detención y debió partir al exilio (Barberena Gutiérrez, 2022, p. 19).
En Guatemala, comunidades indígenas han enfrentado violencia por parte de empresas agrarias, agropecuarias, extractivas y otras pertenecientes al Gobierno, debido a conflictos relacionados con la tenencia de la tierra y los recursos naturales. Las comunidades lencas de Honduras experimentan constantemente problemas en obtener colaboración y solidaridad de sus municipalidades en la gestión de sus problemas territoriales, gestión de títulos de propiedad y resolución de conflictos relacionados con este recurso (Centro de Derechos de Mujeres, 2023).
Ejemplos de violencia económicaLa región enfrenta altos niveles de desigualdad económica, donde una pequeña élite controla una gran parte de la riqueza mientras que la mayoría vive en pobreza o pobreza extrema. Como caso emblemático, Guatemala tiene una larga historia de distribución desigual de los recursos y las oportunidades de desarrollo. Menos del tres por ciento de la población posee casi dos tercios de los terrenos útiles y casi la mitad de los ingresos nacionales se encuentra en manos de apenas el 10 % de la población. La pobreza, que en su variante extrema se ha incrementado a partir de la firma de los Acuerdos de Paz y está intensamente relacionada con la falta de acceso a los beneficios del desarrollo, como la salud y la educación, afecta a más de la mitad de la población (Kalny, 2023). En otra perspectiva, pero de manera similar, los indicadores del desarrollo humano en Honduras se encuentran entre los más bajos de Latinoamérica y el Caribe. En la región, el índice de capital humano del Banco Mundial, que indica el potencial productivo de un individuo si goza de buena salud y recibe educación completa, alcanza el 56 %; en Honduras, este porcentaje (48 %) no alcanza siquiera la mitad de las posibilidades productivas.
En Guatemala y Honduras, comunidades rurales e indígenas han sido desplazadas forzosamente por proyectos mineros y agroindustriales, muchas veces sin compensación justa.
En El Salvador y Guatemala, gran parte de la población trabaja en la economía informal, sin acceso a beneficios laborales ni protección social.
La corrupción endémica en gobiernos centroamericanos desvía fondos que podrían ser utilizados para el desarrollo social y económico, perpetuando la pobreza y la desigualdad.
- La violencia histórica-estructural estatal
El Estado, supuestamente, es la instancia supraindividual que, en forma ecuánime e imparcial, asegura y protege la vida de la ciudadanía toda. Sin embargo, nunca es realmente neutral. Es más certera la explicación del materialismo histórico, que lo considera el instrumento con el que la clase dominante mantiene su dominio sobre las clases subalternas: “Producto y manifestación del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase” (Lenin, 1997, p. 26).
Ese dominio, ese control de clase, se ejerce de diversas maneras, en la cotidianeidad, a través de la ideología dominante, que muestra la normalización de las relaciones socioeconómicas como inmodificables, legitimando así las diferencias estructurales. Esa legitimación está presente a través de diferentes aparatos ideológico-culturales: educación formal, medios de comunicación, familia, iglesias, el sentido común y/o la opinión pública que se va generando a partir de todo ello. Pero también se ejerce a través de la violencia fáctica, cuando la clase dominante lo considera necesario, cuando siente que puede ser rebasada por la movilización de la gente. De ahí aquello de que “el Estado tiene el monopolio de la fuerza”. Dicho en otros términos, de la represión ante la protesta popular, cuando se cuestiona el
statu quo.
En ese sentido, cobra total validez aquello de “El Estado es una organización especial de la fuerza, una organización de la violencia para reprimir a una clase cualquiera” (Lenin, 1997, p. 46). “Todo Estado está fundado en la violencia”, dirá León Trotsky; léase, en la violencia de clase. Ahora bien, si está legitimado este uso de la fuerza (violencia consensuada, institucionalizada y protocolizada), la cuestión se complejiza cuando ese Estado actúa con una violencia superior a la necesaria, a la establecida constitucionalmente, apelando a mecanismos ilegales, extrajudiciales. Nace ahí lo que se conoce como terrorismo de Estado.
En décadas pasadas, siempre en el marco de la Guerra Fría que barría el mundo y de la Doctrina de Seguridad Nacional aplicada en Latinoamérica, poniendo el énfasis en el combate al enemigo interno que esa concepción imponía, los Estados nacionales de la región, en mayor o menor medida, jugaron ese papel de agentes represivos en su expresión máxima, apelando a mecanismos de terror. Valga como ejemplo -quizá el más profundo- lo ocurrido en Guatemala donde, durante los largos años del conflicto armado (1960-1996), según informa la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (1998),
el terror de Estado (…) tuvo el objetivo de intimidar y callar al conjunto de la sociedad. (…) El miedo, el silencio, la apatía y la falta de interés en la esfera de participación política son algunas de las secuelas más importantes que resultaron (…) y suponen un obstáculo para la intervención activa de toda la ciudadanía en la construcción de la democracia. (p. 33)
Con distintas modalidades y características propias, en los países del área cundió esa práctica, por lo que hoy, años después de terminadas las guerras internas, el clima de militarización persiste en la dinámica cotidiana de las sociedades, y los Estados se han acostumbrado a esas políticas de violencia extrema, reforzando una costumbre que viene desde la aparición de las repúblicas, supuestamente independientes, hace ya dos siglos. En esa lógica, en general reaccionan frente a las distintas problemáticas y protestas sociales con violencia, y en muchos casos con irregularidades jurídicas, sin siquiera intentar analizar las causas y resolver los conflictos de una manera legal apegada a derecho. Más que servir a las poblaciones, parecen estar de espaldas a las mismas. La idea de enemigo interno persiste. Ello puede verse también en el desprecio por sus ciudadanos, dado que no cumplen con sus tareas mínimas, supuestamente fijadas por las constituciones, de velar por la vida y su dignidad, asegurando las condiciones mínimas para lograr una calidad aceptable: salud, educación, seguridad, infraestructura básica.
Esa misma estrategia de violencia terrorista utilizada en el pasado pareciera seguir presente hoy. Ya no hay desapariciones forzadas de personas ni combates abiertos entre fuerzas beligerantes; no hay una abierta y sistemática violación de derechos humanos amparada en la más completa impunidad por parte del Estado, pero hay una marea delincuencial que produce similar miedo y silencio. Ahí están las maras como nuevo demonio invadiendo todo, los asaltos en una unidad de transporte público, el asesinato de un transeúnte para quitarle un teléfono celular o un anillo, situaciones que, sin dudas, continúan creando un clima de violencia generalizado. La forma en que actúan los Estados está lejos de brindar respuestas efectivas a esa situación. Lo que está sucediendo en El Salvador, que ha extinguido el problema de los homicidios diarios de una manera abrupta, evidencia que el Estado sigue siendo violento en su proceder. La mano dura no es sino una expresión más de la violencia, heredera de años, de siglos incluso, de cultura violenta asumida como normal. La violación de derechos humanos, no solo el derecho a la vida, sino a la salud, a la educación, a la igualdad mínima que requiera una sociedad para funcionar armónicamente, es ya una práctica común.
Algunos de los encargados de hacer funcionar el Estado represivo que se generó durante las décadas de guerra, han reconvertido su trabajo hoy y siguen manejando cuotas de poder, en algunos casos desde las sombras de esa estructura estatal, habiéndose hecho cargo de negocios ilegales o hechos en una dudosa franja gris de forma corrupta, muy rentables, por cierto (narcoactividad, contrabando, tráfico de personas, contratos espurios con el Estado), con los mismos criterios de secretividad u opacidad de años atrás. Los distintos Estados de la región siguen siendo débiles en términos presupuestarios, con cargas fiscales de alrededor de un 20 % del PBI (la media latinoamericana es de 25 %, la del norte es casi el doble), y continúan permeados por intereses sectoriales que se mueven con características mafiosas. Algunos grupos continúan gozando de un clima de impunidad generalizado, creado durante las pasadas guerras internas, nunca desarticulado, lo cual alimenta y refuerza la cultura de violencia histórica.
Formalmente, en toda el área centroamericana se vive en democracia o, al menos, hace años que se repiten las elecciones de autoridades a través del voto popular periódico. Pero ello, muy importante sin dudas, no termina de solucionar los problemas de la vida cotidiana. Se asiste, en todo caso, a democracias formales, raquíticas en buena medida. Los Estados siguen estando en déficit con la sociedad civil.
Con limitaciones presupuestarias quizá, sin toda la voluntad política necesaria en algunos casos, con deficiencias conceptuales o técnicas en otros, lo cierto es que con posterioridad a la firma de los distintos acuerdos de paz que se dieron en la región (Nicaragua en 1990, El Salvador en 1992, Guatemala en 1996), se han venido desarrollando muchos proyectos e iniciativas que buscaban afianzar un clima de paz y de concordia luego de largos años de sufrimiento, que apuntaban a reparar las profundas heridas psicosociales dejadas por ese cataclismo de los enfrentamientos armados.
Si ahora, varias décadas después, se hace un balance objetivo de cómo está la situación al respecto, puede apreciarse que esos nuevos valores de tolerancia y sana convivencia no han logrado consolidarse, y los Estados tienen una gran responsabilidad en ese déficit. Por el contrario, lo que puede constatarse es una epidemia generalizada de violencias. A ello se suma que las agendas para la paz paulatinamente dejaron de ser prioridad, tanto en la planificación del Estado como en la comunidad internacional que apoyó y dio seguimiento a los procesos pacificadores. Las agendas institucionales por la paz terminaron esfumándose, pero no así la violencia concreta en el día a día. Como bien dice Laura Tedesco (2009):
Los países centroamericanos combinan la existencia de sistemas democráticos profundamente débiles, la incapacidad de los Estados de garantizar derechos fundamentales a los ciudadanos, un sistema judicial pobre, corrupto, represivo e ineficiente y la pobreza de sus economías. (…) La debilidad institucional de los Estados abre la puerta a la violencia y es una de las causas de la incapacidad de las instituciones para resolver los conflictos y prevenir la violencia. (p. 9)
Es en ese sentido que puede afirmarse que los Estados, sumando su debilidad crónica como factor de resolución de los problemas sociales, más la cultura de impunidad y de acecho del enemigo interno que se dio estos últimos años, terminan siendo ellos mismos, directa o indirectamente, uno de los principales elementos propiciadores de la violencia en la región.
Ejemplos de violencia estructural estatalDurante más de tres décadas (1960-1996), el Estado guatemalteco llevó a cabo una guerra contrainsurgente contra movimientos guerrilleros de izquierda agrupados en la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG). Esto incluyó campañas de genocidio contra las comunidades indígenas, en particular las comunidades mayas, que resultaron en la muerte de más de 200,000 personas y la desaparición de otras 45,000 oficialmente, aunque fueron más. La Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH), concluyó que el Estado cometió actos y crímenes de lesa humanidad como el genocidio y varias masacres en varias comunidades del interior del país.
En El Salvador, la guerra civil (1980-1992) enfrentó al gobierno militar, apoyado por Estados Unidos, contra el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). La guerra resultó en la muerte de alrededor de 75,000 personas y dejó decenas de miles de desplazados. Los escuadrones de la muerte, apoyados por el Estado, llevaron a cabo asesinatos, torturas y desapariciones de sospechosos de ser guerrilleros o simpatizantes.
En Nicaragua, desde 1979 hasta 1990, transcurrió la Revolución sandinista y contrarrevolución (1979-1990):
El 21 de febrero de 1934, tras acudir a una cena en La Loma (Palacio Presidencial), junto con el escritor Sofonías Salvatierra (ministro de Agricultura de Sacasa) y sus lugartenientes, generales Francisco Estrada y Juan Pablo Umanzor, invitados por Juan Bautista Sacasa, Sandino es detenido por el mayor Lisandro Delgadillo, que le condujo a la cárcel de El Hormiguero. Los tres generales, Sandino, Estrada y Umanzor, fueron asesinados a las once de la noche por efectivos del batallón que los custodiaba. Posteriormente, dos años después, Anastasio Somoza García tomaba las riendas de Nicaragua (…). Somoza afirmó que había recibido órdenes del embajador estadounidense Arthur Bliss Lane para matar a Sandino. (…) Luego fue sucedido por sus hijos, Luis Somoza (…) y Anastasio Somoza Debayle, quienes extenderían el período de tiranía hasta finales de la década de 1970 en el país y serían responsables de actos de tortura, represión y fallecimientos de figuras ilustres (…). (Telesur, 2024)
Después de derrocar a la dictadura de Anastasio Somoza en 1979, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) tomó el poder. Sin embargo, la guerra contrarrevolucionaria financiada por Estados Unidos, conocida como la Contra, desató un conflicto violento que provocó la muerte de decenas de miles de personas y graves violaciones de derechos humanos, con un costo para Nicaragua de 17,000 millones de dólares, cifra fijada por la Corte Penal Internacional como indemnización que debía recibir Managua de parte de Estados Unidos, pago que nunca se realizó finalmente.
Honduras ha sufrido numerosos golpes de Estado, el más reciente en 2009, cuando el presidente Manuel Zelaya fue depuesto. La represión estatal posterior incluyó detenciones arbitrarias, torturas y asesinatos de opositores políticos y defensores de derechos humanos. La violencia y la impunidad han caracterizado la respuesta del Estado a la oposición política y social.
Aunque Costa Rica es conocida por su estabilidad política, ha habido una violencia estructural significativa contra poblaciones indígenas y afrodescendientes, incluyendo discriminación sistemática, despojo de tierras y falta de acceso a servicios básicos y justicia.
- La violencia patriarcal
El artículo 1 de la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer (1994), conocida como Convención de Belém do Pará, suscrita por todos los países centroamericanos, establece como:
“Violencia contra la mujer cualquier acto o conducta, basada en género, que cause muerte, daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico a la mujer, tanto en el ámbito público como en el privado” (p. 2) .Todo un cúmulo de expresiones tales como: violencia sexual en diferentes contextos, femicidios, golpes y humillaciones, embarazos forzados en niñas y adolescentes, matrimonios arreglados, criminalización del aborto, distintos tipos de marginación, persecución y exclusión política solo por el hecho de ser mujer, son consideradas manifestaciones visibles de las relaciones de poder históricamente desiguales entre hombres y mujeres. En Centroamérica, todo esto es moneda corriente. Las relaciones de género están marcadas por una histórica asimetría, absolutamente injustificable, donde el patriarcado establece el indiscutido dominio masculino, habiéndose constituido como norma fijada en tanto cultura dominante, bendecido por Estados e iglesias.
La violencia doméstica históricamente no fue considerada como un problema público, de la esfera político-social, sino que las autoridades, y, por consiguiente, las sociedades en su conjunto, le restaban importancia, manteniéndola en el ámbito de lo privado. De esa manera, el enfoque de la violencia de género quedó muy limitado a través de los años, imposibilitándose así su tratamiento desde el Estado por medio de una legislación adecuada, en tanto política pública. El prejuicio en juego es que la violencia contra las mujeres puede darse en espacios públicos, pero en el hogar estarían resguardadas. La realidad es otra, pues para muy buena parte de las mujeres en toda Centroamérica la intimidad hogareña suele transformarse en un lugar particularmente violento, por la agresión de sus parejas u otros familiares. Incluso las violaciones sexuales, en el 70 % de los casos o más, se dan por familiares o personajes cercanos al hogar. Según expresó Meg Galas, citada por el International Rescue Committee:
Ser mujer o niña en Centroamérica es estar en riesgo de sufrir violencia, en el hogar o en la calle. La violencia de género, sin embargo, no es el único peligro que enfrentan las mujeres en nuestros países: todos los días tienen que navegar la inseguridad generada por los grupos armados no estatales mientras buscan formas de cubrir sus necesidades más básicas.
En el caso de las mujeres migrantes con rumbo a Estados Unidos, cuyo número se calcula en casi el 50 % de la población que se desplaza, la situación se agrava, pues en su trayecto a través de todo el istmo y luego por México, se enfrentan a numerosos y complejos problemas, que incluyen la posibilidad de violencia sexual, agresiones físicas y psicológicas, y la enorme vulnerabilidad ante situaciones de trata, secuestro y asesinato.
En estos últimos años, los distintos países de la zona han comenzado a adoptar marcos legales para proteger al colectivo femenino de todo tipo de violencia. De todos modos, dado lo arraigado de una cultura ancestral, la violencia machista continúa. Sin ningún lugar a dudas, las nuevas legislaciones marcan un hito muy importante en la transformación de estas pautas culturales históricas, al comenzar a tratar la violencia contra las mujeres como algo que se sale del ámbito privado para convertirse en lo que efectivamente es, un problema público-social.
Dado que la forma más extrema de la violencia contra las mujeres es el asesinato, es decir, las muertes violentas, se fue creando la figura de femicidio o feminicidio (la muerte violenta por razones de género), como algo a castigar severamente. La legislación que ha ido surgiendo últimamente en toda la zona centroamericana intenta cambiar un perfil histórico, lo cual es encomiable. No obstante, resta aún un importante y duro trabajo de concientización ciudadana e intergeneracional por realizar. Es sabido que los cambios culturales profundos implican décadas de trabajo. Es de esperarse que todo lo actuado ahora empiece a dar frutos efectivos en el mediano plazo.
El tema de la violencia contra las mujeres hace ya unos años que en todos los países centroamericanos está en discusión, habiéndose obtenido algunos importantes logros. Sin embargo, no puede dejar de reconocerse que hay mucho terreno por andar aún. Esa violencia se expresa de diferentes formas: física, psicológica, sexual, económica. Todo ello está hondamente arraigado en los imaginarios colectivos.
La violencia patriarcal está extendida. Si bien ahora existen normativas legales al respecto, el acceso a la justicia pronta y cumplida sigue presentando dificultades, muchos femicidios quedan en la impunidad y, dada la ideología machista consuetudinaria que aún campea, muchas veces encuentran como respuesta social el “se lo buscaron”. Sintetizando esto, Marcela Lagarde y de los Ríos afirma que:
El feminicidio es una ínfima parte visible de la violencia contra niñas y mujeres, sucede como culminación de una situación caracterizada por la violación reiterada y sistemática de los derechos humanos de las mujeres. Su común denominador es el género: niñas y mujeres son violentadas con crueldad por el solo hecho de ser mujeres, y sólo en algunos casos son asesinadas como culminación de dicha violencia pública o privada. (2006, p. 21)
En esa cultura machista patriarcal dominante, y con la violencia contra las mujeres normalizada, los intentos por incidir en la transformación de esos arraigados prejuicios se ven cuesta arriba. Las propuestas feministas muchas veces son denigradas, y prácticas como el aborto están lejos aún de poder aceptarse por los Estados. De hecho, Centroamérica es la región del mundo donde más se penaliza la interrupción del embarazo, aunque sea involuntario o producto de una violación, y donde la presión social, dada la cultura machista dominante -muchas veces magnificada por las iglesias-, obliga a la concepción a muy cortas edades, en adolescentes y niñas.
En el marco de este ejercicio de violencia patriarcal se inscribe también la discriminación de todo tipo de diversidad sexual, siempre contextualizada en la homofobia machista reinante. Los Estados, de momento, se muestran muy deficientes en la generación de políticas públicas para transformar estos denigrantes actos de violencia.
Algunos ejemplos específicosHonduras tiene una de las tasas más altas de feminicidios en el mundo. Las mujeres son frecuentemente asesinadas por sus parejas o exparejas, y la impunidad es un problema grave, con pocos casos llevando a condenas.
En Guatemala, la violencia doméstica es un problema endémico. Muchas mujeres sufren abusos físicos y psicológicos dentro de sus hogares. A pesar de la existencia de leyes para proteger a las víctimas, la implementación es débil y muchas mujeres no denuncian por miedo o desconfianza en el sistema judicial.
Mujeres –principalmente– de Colombia, Honduras, El Salvador y Nicaragua son explotadas por la delincuencia organizada que ha establecido un sistema de redes internacionales de prostitución en perímetros de la ciudad de Guatemala y del interior del país. La presencia de redes de tratantes nacionales e internacionales de la delincuencia organizada cuyo objetivo es este y otros delitos, constituye un grave problema de seguridad ciudadana porque corrompe a funcionarios del sistema de seguridad y justicia por las cuantiosas ganancias obtenidas. (Javalois, 2024)
El Salvador enfrenta una alta incidencia de violencia sexual contra mujeres y niñas. Los casos de violación son comunes y, a menudo, no se denuncian debido al estigma social y la falta de confianza en las autoridades.
La trata de mujeres y niñas con fines de explotación sexual y laboral es un problema en Nicaragua. Las víctimas a menudo son engañadas con promesas de empleo y luego forzadas a trabajar en condiciones inhumanas.
Aunque Costa Rica es considerado uno de los países más seguros de la región, el acoso callejero sigue siendo una forma prevalente de violencia contra las mujeres. El acoso verbal y físico en espacios públicos es una experiencia común para muchas mujeres.
Durante el periodo en estudio (2015-2017), se registra un incremento en las denuncias netas interpuestas ante el Ministerio Público y el Organismo de Investigación Judicial por trata de personas. En el 2015 se registran 55 casos, en el 2016, 96 casos, y en el 2017, 145 casos. Esto significa que, en el periodo en estudio, las denuncias por este delito casi se triplicaron (…). Para el año 2017 se registraron un total de 25 casos de trata con fines de explotación sexual (17 mujeres y 8 hombres). (Comisión Técnica Interinstitucional sobre Estadísticas de Convivencia y Seguridad Ciudadana, 2018, p. 41)
- La violencia étnica y sociocultural
Otra forma de violencia que atraviesa toda Centroamérica -con distintas modalidades e intensidades, pero siempre con similar oprobio- es la discriminación étnica, es decir, el racismo. Esto es histórico y arranca ya en los primeros pasos de la invasión española, en el siglo XVI.
Fernández de Oviedo, cronista de la Colonia española, refiriéndose a la población originaria que encontró en estas tierras, escribía en su
Historia general y natural de Las Indias:
(…) naturalmente vagos y viciosos, melancólicos, cobardes, y en general gentes embusteras y holgazanas (…) Idólatras, libidinosos y sodomitas (…) ¿Qué puede esperarse de gente cuyos cráneos son tan gruesos y duros que los españoles tienen que tener cuidado en la lucha de no golpearlos en la cabeza para que sus espadas no se emboten? (citado en Hanke, 1967, p. 34 )
Algo similar escribía en el siglo XVI Juan Ginés de Sepúlveda:
con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores a los españoles como niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas (…) Por muchas causas, pues y muy graves, están obligados estos bárbaros a recibir el imperio de los españoles (…) y a ellos ha de serles todavía más provechoso que a los españoles (…). (citado en Dussel, 2008, p. 68)
Esa matriz secular de discriminación y violencia contra el otro distinto recorre toda la historia del área y marca a fuego las relaciones sociales. El racismo, exclusión de las “sociedades minoritarias” por “las sociedades mayoritarias”, es una abominable forma de exclusión presente en la historia de la región, práctica aún plenamente vigente en la actualidad. “Seré pobre, pero no soy indio”, puede escucharse.
En mayor o menor medida, ese racismo ha signado la historia de la región desde la misma llegada de los invasores europeos, y al día de hoy es un esquema cultural que sigue enmarcando buena parte de las relaciones sociales. En toda el área centroamericana existen numerosas etnias prehispánicas, que desde hace siglos sufren una profunda discriminación. Así, por ejemplo, en Honduras se encuentran los grupos lenca, maya-chortí, tawahkas; en El Salvador, las comunidades nahua pipil, lenca y cacaopera; en Costa Rica se encuentran los bribris, huetares, cabécares, ngabes, terrabas; en Panamá se hallan los pueblos ngäbe, wounaan, guna, emberá, entre otros; en Nicaragua hay pueblos miskitos, ramas, ulwas; en Guatemala, que presenta la mayor cantidad de población originaria de todo el territorio latinoamericano, desde hace 4500 años habitan los mayas, una de las civilizaciones más desarrolladas del continente, junto con los incas y los aztecas, antes de la invasión española, representando al menos la mitad de la población del país con 22 grupos diversos: quichés, quekchíes, cakchiqueles, tzutujiles, mames, kanjobales, entre otros, además de los xincas y el pueblo garífuna; en Belice se asientan los mayas-mopán y los mayas-yucateco.
A estos grupos, existentes milenariamente en el istmo, se le suma población de procedencia africana, originalmente llegada a tierra americana en condición de esclavitud entre los siglos XVI y XVIII. Numerosos pueblos de este origen, ya liberados de su yugo ancestral, viven en las costas caribes de la región. Actualmente, se considera que en todo el istmo existen alrededor de 30 distintos grupos afrodescendientes (garífunas, creoles, cimarrones, miskitos afrodescendientes, garinagu), representando el 18 % de la población centroamericana: alrededor del 40 % en Panamá, 36 % en Belice, 9 % en Nicaragua y Honduras, 4 % en Costa Rica y 1 % en Guatemala.
A todos estos pueblos, a excepción de los mayas en Guatemala, puede considerárseles sociedades minoritarias viviendo en medio de sociedades mayoritarias. El caso de los mayas guatemaltecos, aunque son mayoría en términos numéricos, también corren la misma suerte, sufren una terrible discriminación, producto de siglos de Colonia que forjaron una historia de opresión de la que les está costando mucho salir.
Lo francamente patético en todo esto es que los Estados nacionales, más allá de pomposas y vacías cartas constitucionales que no se cumplen, no han hecho sino ratificar esa situación, con un silencio cómplice o con políticas públicas concretas que refuerzan las exclusiones y la violencia. Debe mencionarse que muchos de esos grupos de pueblos originarios, que al día de hoy siguen viendo cómo se les despoja de sus territorios ancestrales por parte de las industrias extractivistas locales y/o internacionales, como la minería (tremendamente contaminante), las centrales hidroeléctricas que desvían sus ríos, las grandes extensiones dedicadas a los agrocombustibles (como la palma africana) que eliminan cultivos alimentarios, constituyen un especial foco de protesta social. Representan, sin dudas, el factor cuestionador más grande del
statu quo en este momento. Tan es así que en el informe
Tendencias globales 2020 – cartografía del futuro global, del Consejo Nacional de Información de los Estados Unidos, dedicado a estudiar los escenarios futuros de amenaza a la seguridad nacional de Washington, citado por Boaventura de Souza Santos (2008), puede leerse:
en el inicio del siglo XXI existen grupos indígenas radicales en la mayoría de los países latinoamericanos que en 2020 podrán crecer exponencialmente, obteniendo la adhesión de la mayoría de los pueblos indígenas (…). Estos grupos podrán establecer relaciones con grupos terroristas internacionales y grupos antiglobalización (…) que cuestionarán las políticas económicas de los liderazgos de origen europeo.
Ejemplos de la violencia étnica y socioculturalLa colonización europea estableció sistemas de opresión y discriminación contra las poblaciones indígenas y afrodescendientes. Estas dinámicas de poder y marginación han persistido a lo largo del tiempo. Durante el siglo XX, varios países de Centroamérica, como Guatemala, El Salvador y Nicaragua, experimentaron guerras civiles y conflictos armados que exacerbaron las divisiones étnicas y sociales. Las secuelas de estos conflictos aún afectan a las comunidades y perpetúan la violencia.
Las poblaciones indígenas y afrodescendientes a menudo enfrentan discriminación y exclusión en diversas áreas, incluyendo el acceso a la educación, salud, empleo y representación política. Esta marginalización puede llevar a tensiones y conflictos.
Como explica Demetrio Cojtí Cuxil en su libro
El racismo contra los pueblos indígenas de Guatemala (2005), el racismo histórico, crónico, español, criollo y ladino, fuertemente arraigado y perpetuado desde el Estado hacia la población indígena y campesina se manifiesta en numerosos indicadores que muestran que históricamente la población indígena tiene mayores índices de analfabetismo y menor acceso a recursos educativos y sanitarios, así como mayores porcentajes de pobreza y pobreza extrema y menor participación y representación en los organismos estatales y en todas aquellas instancias que puedan contribuir a aminorar su discriminación y segregación.
La región se caracteriza por una profunda desigualdad económica. Las comunidades indígenas y afrodescendientes suelen vivir en condiciones de pobreza, lo que contribuye a la violencia y el conflicto social.
En algunos casos, los gobiernos han implementado políticas que agravan las tensiones étnicas y sociales, ya sea a través de la represión directa o la falta de atención a las necesidades de las comunidades marginadas. Por ejemplo:
(…) como resultado de la derrota de las fuerzas populares, la adopción del neoliberalismo por amplios sectores de la clase política y económica, y la desorganización del movimiento negro. Durante la década de 1994-2004, los grupos afropanameños y las organizaciones populares tuvieron que adecuarse al entorno político y económico posterior a la invasión, dominado por la llamada transición a la democracia y la aplicación de políticas neoliberales por parte de la élite política blanca instalada en el gobierno y los partidos de oposición. (Priestley y Barrow, 2010, p. 129).
La violencia y la falta de oportunidades han llevado a altos niveles de migración y desplazamiento forzado dentro y fuera de la región. Este movimiento de personas puede generar conflictos adicionales tanto en las áreas de origen como en las de destino. Sáenz Breckenridge y Lizano Sole (2023) explican que en toda la región centroamericana los flujos migratorios han aumentado progresivamente durante las últimas décadas, en especial superada la pandemia de covid-19 a partir de 2021 y a la luz de la crisis económica causada por el conflicto bélico entre Rusia y Ucrania. Las principales razones para emprender la migración irregular son el desempleo y la pobreza, tanto en Guatemala como en Honduras, la pobreza afecta a más de la mitad de la población, a lo que se suman, en Guatemala, las situaciones carenciales que afectan a la población de origen maya, el 66 % de los migrantes guatemaltecos tiene esta identidad étnica.
La presencia de pandillas y narcotraficantes contribuye a la violencia en la región. Estos grupos a menudo explotan las divisiones étnicas y sociales para mantener el control y el poder. Emilia Ayala expone que durante casi 30 años, El Salvador vivió bajo el terror instaurado por las maras, en especial la Mara Salvatrucha, Barrio 18, entre otras-, que dominaban gran parte del territorio urbano y constituían una especie de Estado paralelo que extorsionaba, asesinaba e impedía la libre locomoción de la población. Su relativa desaparición de sus territorios originales no ha eliminado su influencia: muchos de sus integrantes están en prisión, pero otros han huido a otros países para reiniciar ahí sus actividades.
A pesar de la violencia y la opresión, las comunidades indígenas y afrodescendientes han desarrollado movimientos de resistencia y han luchado por sus derechos. Estos movimientos buscan la justicia social y la equidad, aunque a menudo enfrentan represión violenta.
- La violencia psicológica y física normalizada: cultura de violencia y delincuencia
Todas las anteriores formas de violencia enumeradas crean el caldo de cultivo para promover en la vida cotidiana de la región centroamericana, Costa Rica, por razones históricas, en menor medida que en los otros países, una tácita aceptación de la violencia. En otros términos, se ha establecido una cultura de violencia donde esos abusos de poder, esas asimetrías en sus diversas manifestaciones pasaron a ser parte de la cotidianeidad, moneda corriente asumida como normal.
A niños y niñas se les educa con firmeza, con disciplina, siendo la buena conducta un elemento principalísimo en la formación, quizá a veces más que los propios contenidos académicos. Es significativo que se valoran muy altamente las bandas marciales de las instituciones educativas, con su aspecto militar, como una insignia relevante; eso es un indicativo de cómo funciona el día a día, hay un clima de autoritarismo dominante.
Las relaciones interpersonales, producto de la historia de violencia que se muestra por todos lados (exclusión económico-social de las grandes mayorías, un Estado eternamente represor y alejado de las necesidades populares, machismo patriarcal, racismo, aceptación acrítica del autoritarismo, desprecio de las diferencias) da como resultado una interiorizada violencia asumida como normal, como una forma de establecer contacto. Pareciera que prima lo que expresa una popular ranchera: “la vida no vale nada”.
No sorprende, o no sorprende de un modo escandaloso, una balacera, un asesinato, un cadáver en plena vía pública -las guerras acostumbraron a eso, con muertos arrojados por allí impunemente-, un hombre golpeando a una mujer, dos automovilistas que arreglen un problema a los tiros, o la constante sensación de inseguridad al salir del hogar, también en zonas rurales, pero fundamentalmente, en el ámbito urbano. La delincuencia callejera es un fenómeno cotidiano, sabiéndose que por resistirse al robo de una pequeña pertenencia, como un teléfono celular, un reloj, algo de dinero en efectivo, se puede morir. Las casas, incluidas también las de las urbanizaciones más precarias en la medida de sus posibilidades económicas, están defendidas con barrotes, alambradas de púas, cámaras de seguridad. Se vive preso de un clima de paranoia.
La delincuencia marca la cotidianeidad de los países del istmo. Esa explosión de violencia callejera no es pura casualidad: hay un entrecruzamiento de causas que la propician.
La persistencia de la exclusión social ayuda a crear una clase distinta de ciudadanos, si se los puede denominar de esta manera, ya que a pesar de tener derechos civiles y políticos carecen de los medios para ejercitarlos y no han alcanzado derechos sociales ni económicos. Estos ciudadanos generan una cultura distinta relacionada con su vida cotidiana en las favelas, las poblaciones o las villas miseria
. (Tedesco, 2009, p. 3)
Ante esta situación, la percepción generalizada de la sociedad en los distintos países se mueve entre la resignación pasiva y la desesperación. La violencia cotidiana ha pasado a ser el tema dominante, desplazando otras preocupaciones de la población. Contribuye a agigantar esta percepción el continuo bombardeo de los medios de comunicación, que hacen de la violencia mostrada en términos sensacionalistas el pan nuestro de cada día. Ya pasó a ser frecuente la expresión “la delincuencia que nos tiene de rodillas”, con lo que se logra un efecto de desesperación en la población sin proponer ninguna salida, asimilando así violencia con delincuencia, pero sin tocar las causas estructurales de este fenómeno.
En la conciencia colectiva actual el fenómeno de las maras, por ejemplo, tiene tanta importancia, o más, que la pobreza estructural crónica, o que las guerras vividas hace unos años y su reforzamiento de la impunidad como conducta que marca toda la historia de la región. Sin negar los índices alarmantes de violencia delincuencial que existen, es preocupante que la prensa aborde la violencia solo en relación a la comisión de delitos callejeros o domiciliares, dejando por fuera otras expresiones tanto o más nocivas, como la exclusión económico-social, el racismo, el machismo, la impunidad de los más poderosos. La violencia cotidiana, producto de ese complejo anudamiento de factores, debe ser abordada de raíz, si no, no se pasa de parches cosméticos. La violencia asumida como normal y parte del paisaje social cotidiano debe enfocarse desde sus raíces para no terminar en gestos vacíos, sin mayor impacto.
En la región, las maras se enseñorean, eso es un hecho. En una lectura crítica del fenómeno de estas pandillas juveniles, si bien es cierto que constituyen un problema de seguridad ciudadana, puede constatarse que no existe una preocupación en tanto proyecto de nación de las clases dirigentes de abordar ese pretendido asunto de ingobernabilidad que producirían estos grupos. Se les persigue penalmente, pero al mismo tiempo el sistema en su conjunto se aprovecha del fenómeno: como mano de obra siempre disponible para ciertos trabajos ligados a la arista más mafiosa de la práctica política (sicariato, por ejemplo; generación de zozobra social, desarticulación de organización sindical), y como demonio con el que mantener aterrorizada a la población a través de un bombardeo mediático constante, evitando así la organización y posible movilización en pro de mejoras de sus condiciones de vida de las grandes mayorías. O, como en el caso de El Salvador, a través de una política de mano hiperdura y tolerancia cero, para propiciar un Estado de excepción que permite todo tipo de abusos de las autoridades, amparándose en el resultado obtenido -real y constatable, de abrupta disminución de los homicidios tras una persecución sin cuartel contra dichas maras-, sin importar el costo social del logro, abriendo así las puertas al autoritarismo. En un planteo mucho más amplio del asunto, preventivo, valen las palabras de Lula da Silva: “es más barato invertir en un aula que en una cárcel”
.El autoritarismo y la impunidad como constantes que recorren todos los ámbitos de la sociedad y toda la historia del área, no se mencionan en los medios creadores de opinión pública, o se mencionan muy poco y tendenciosamente. El fantasma azuzado de esta forma no hace sino reforzar un clima de militarización, donde la única respuesta posible ante la epidemia de violencia, identificada con delincuencia callejera, es más violencia, más control, más militarización. Lo de El Salvador puede ser visto como un gran logro por mucha gente. En concreto, sí, se desarticularon las maras, pero el problema es mucho más grande que una respuesta militar. La pregunta sigue siendo ¿por qué hay maras?
El tráfico de drogas ilegales de la región, que se ha convertido en un lugar de paso de productos que, proviniendo de Sudamérica, se dirigen al mercado de Estados Unidos, constituye otro factor que contribuye a originar y acrecentar la violencia. El dinero de la narcoactividad compra jueces, policías, políticos, funcionarios y militares. Su presencia y su creciente poder van imponiendo una cultura del silencio que fomenta más violencia. El ámbito político se ve inundado de narcolavado, por lo que, si bien en algunas comunidades eso puede traer algunas mínimas soluciones a modo de parches allí donde los Estados no están presentes, el resultado final es el fomento de una creciente cultura de violencia que se va aceptando, dado que no hay mayores alternativas. Alguna juventud, ante la falta de otras oportunidades, termina ligada, en mayor o menor medida, a este circuito, por lo que las acciones violentas de todo tipo tienden a acrecentarse.
En función de esa cultura de violencia ya generalizada, la legalidad y lo correcto o incorrecto en la región tiene distintas interpretaciones, según de quien se trate. Para un empresario no está mal, no lo puede considerar como violencia, evadir impuestos y pedir la milla extra sin pagarla. Por su parte, para un político no está mal comprar votos abusando de los poderes que le da su puesto, repartiendo cargos entre cercanos y apropiándose de dineros públicos, ni lo sentirá como un ejercicio de tremenda violencia. Para autoridades del ámbito de la seguridad, policía o ejército, no se verá mal ni como hecho violento, aprovecharse de su posición para traficar sustancias ilícitas. Entonces, para un joven o un menor no escolarizado, desempleado, sin futuro y, muchas veces, dependiente de las drogas, no está mal salir a trabajar robando en zonas residenciales, extorsionar o contactarse con el mundo de la narcoactividad. En este sentido, tal como se ha expresado más arriba, la violencia no está solamente relacionada con la situación de marginalidad. La pobreza es solo una de las razones que empuja a delinquir a un joven de barriada pobre. Los ladrones y ladronas de cuello blanco (y sin dudas habrá que meter en esta categoría a la clase empresarial que paga salarios inferiores al mínimo, explota inmisericorde y desvía ríos para sus fincas o hidroeléctricas evadiendo siempre impuestos) son tan violentos como los rateros callejeros o los mareros, pero con otras características y, por supuesto, con una mayor cuota de poder.
Centroamérica hace varias décadas que salió de las guerras internas, pero no vive en paz. La violencia, en sus distintas manifestaciones, está descarnadamente presente, ya instalada como cultura dominante. La paz, elemento difícil de definir, complejo, evanescente, es el aseguramiento de los derechos fundamentales de los seres humanos. De tal forma que su cumplimiento excede absolutamente el orden bélico, para que haya paz debe haber justicia, equidad, libertades. La paz no es la quietud de los cementerios. Esa no es la realidad humana nuestro mundo es el movimiento, el ruido, la actividad. Alcanzar la paz es quizá una expresión de deseos, la vida transcurre buscándola. Pero mientras se mantengan todas las injusticias antes enumeradas, la violencia como modo de relacionamiento seguirá marcando la historia de esta sufrida región.
La violencia psicológica y física se manifiesta de diversas maneras en la vida cotidiana de Centroamérica, y la delincuencia es una de las principales fuentes de esta violencia. Aquí presentamos algunos ejemplos de cómo esta violencia se normaliza en la región:
Ejemplos de violencia física Las pandillas y grupos criminales a menudo exigen pagos regulares a negocios y particulares bajo amenaza de violencia. La gente paga por miedo a represalias físicas, lo cual se convierte en una práctica comúnmente aceptada.
Los asaltos en transporte público, calles y hogares son frecuentes. La población desarrolla mecanismos de adaptación como no portar objetos de valor o cambiar rutas, lo que indica una aceptación implícita de esta violencia.
Según el Proyecto Regional PNUD Infosegura (2024), tan solo en el primer semestre de 2023, la región centroamericana registró alrededor de 20 víctimas diarias de violencia homicida (17 hombres y 3 mujeres), para un total de 3585 en toda la región. Si bien esta tendencia fue generalizada en toda la región, el comportamiento entre países ha sido heterogéneo: Costa Rica y Guatemala mostraron los mayores incrementos anuales en casos de violencia homicida.
En algunos casos, las fuerzas de seguridad utilizan la fuerza excesiva contra sospechosos o durante redadas. La ciudadanía, temiendo represalias, a menudo no denuncia estos abusos, contribuyendo a su normalización.
Ejemplos de violencia psicológica La intimidación constante por parte de grupos criminales crea un ambiente de miedo y estrés. Las amenazas directas o indirectas son una forma común de control psicológico, lo cual tiene su referente real, de que las amenazas de muerte se pueden cumplir a partir de intentos de asesinatos o asesinatos perpetrados o realizados de diversas maneras. En forma directa cuando hay homicidios, ejecuciones o masacres extremadamente violentas: balaceras, ametrallamientos, secuestros y aparecimientos con ejecuciones extrajudiciales, donde el uso de la tortura y la muerte es con excesiva alevosía, sadismo aberrante y enfermizo. También las amenazas hacen que se las poblaciones se vean obligadas a emigrar internamente a otras zonas del país donde consideran que hay “menos riesgo o peligro” de que su integridad física, o migraciones internacionales en busca de una estabilidad económica, social y psicológica, aunque éstas representen efectos o impactos generalmente adversos objetivamente; por el grado de riesgo que conlleva la movilidad humana en situaciones muchas veces de irregularidad legal, de precariedad y de vulnerabilidad estructural por la falta de protección de sus Estados, generalmente ausentes.
En las escuelas, el
bullying o acoso escolar puede ser frecuente y violento, causando problemas psicológicos muy serios y profundos, hasta llegar a problemas de autoinfligirse daño físico, intentos de suicidio y suicidios consumados. Las instituciones del Estado no pueden combatir y controlar de manera efectiva esta situación, aceptando muchas veces este problema en aumento, como parte de la realidad escolar.
La falta de justicia social, económica y legal/judicial, así como la percepción real de la impunidad y el abuso de poder de las redes ilícitas, muchas de ellas detectadas y enquistadas dentro de las estructuras de las instituciones del Estado, que manipulan la ley para mantener los intereses creados de grupos políticos y allegados mafiosos, criminales y corruptos, las redes del crimen organizado ligadas a la narcoactividad, el contrabando o trasiego en varias de sus formas y otras actividades ilícitas ejerciendo poder a través de la cooptación, la intimidación, la coerción y las amenazas duras y directas; sin ningún freno, control, tipo de sanción o causa de persecución legal/judicial, todo ello ha generado una sensación de desesperanza, desaliento, indignación, enojo, frustración y hasta resignación en la mayor parte de la población, contribuyendo a la aceptación de la violencia como una parte inevitable de la vida diaria. Algunos ejemplos de este tipo de violencia política y estructural del Estado con sus impactos psicológicos se han dado en Guatemala, Honduras y Nicaragua, a través de sus diferentes realidades sociopolíticas y socioeconómicas, con sus respectivos grupos de poder corruptos, criminales e impunes utilizando los aparatos del Estado y sus instituciones.
El primer ejemplo es el de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), la cual fue creada en 2007 con el propósito de combatir la corrupción y la impunidad en ese país, en colaboración con el Ministerio Público (MP). Esta fue expulsada de Guatemala durante el gobierno de Jimmy Morales, el proceso de salida se inició en agosto de 2018, cuando el gobierno anunció que no renovaría el mandato de la CICIG, que estaba previsto para finalizar en septiembre de 2019. En enero de 2019, el gobierno de Morales decidió unilateralmente terminar anticipadamente el acuerdo con la CICIG, dándole 24 horas para abandonar el país. Desde el cierre de la CICIG, el MP se ha dedicado a perseguir y encarcelar exfuncionarios de dicha Comisión, a periodistas críticos de la corrupción en las últimas cuatro administraciones de gobierno y está confrontado seriamente con varios procesos judiciales/penales y constitucionales con el gobierno actual.
El segundo ejemplo es el de a Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH), establecida por la Organización de los Estados Americanos (OEA), la que cesó sus funciones el 19 de enero de 2020. La MACCIH fue creada en 2016 para apoyar los esfuerzos de Honduras en la lucha contra la corrupción, pero su mandato no fue renovado por el Gobierno hondureño del presidente Hernández, lo que llevó a su cierre definitivo, a pesar de las advertencias y protestas de organismos, entidades y agrupaciones de los derechos civiles, los derechos humanos, de la mujer, de los niños(as) y adolescentes y contra el crimen organizado.
El tercer ejemplo es el de la Comisión Nacional Anticorrupción y Anti-impunidad en Nicaragua, la cual cesó abruptamente sus funciones en diciembre de 2007. Esta Comisión fue creada durante el gobierno de Enrique Bolaños, en 2002, para investigar y combatir la corrupción. Sin embargo, cuando Daniel Ortega asumió la Presidencia en 2007, una de sus primeras medidas, al tomar el poder en forma democrática, fue desmantelar dicha Comisión, argumentando que no había producido resultados significativos en sus funciones. Desde entonces, el gobierno de Ortega ha enfrentado críticas por su manejo de la transparencia y la lucha contra la corrupción en el país, y se ha convertido en un gobierno autoritario, dictatorial y persecutorio en aumento, durante los períodos que ha ejercido el gobierno de ese país, a través de cambios constitucionales y varias reelecciones.
Entonces, las sociedades de estos países ejemplificados arriba, han vivido o viven bajo democraduras o dictaduras disfrazadas o con fachadas de democracias electoreras y representativas pluralistas, cuando en realidad han sido y son autoritarismos neofascistoides que han deformado o desmantelado la institucionalidad, la gobernanza y el Estado de derecho en Centroamérica. No han dejado ni dejan espacios verdaderamente democráticos y pluralistas, violando constantemente los derechos civiles, los derechos humanos y las leyes y poderes constitucionales y las instituciones de los Estados de sus países. Se han ejercido violencias políticas estructurales y de coyunturas de poder corrupto, criminal e impune, que tienen impactos psicológicos muy profundos en estas sociedades violentadas.
En algunos entornos familiares o laborales, la manipulación emocional y el control coercitivo son comunes. La gente se ve obligada a soportar este tipo de violencia psicológica debido a la dependencia económica o emocional, viéndola como algo normal.
Conclusiones- Centroamérica es una región especialmente violenta, más que otros puntos de Latinoamérica. Ello se apuntala en un complejo entrecruzamiento de causas de origen histórico-estructural.
- La violencia es multidimensional, expresándose de muy distintas y variadas formas. La actual equiparación de violencia con delincuencia es una artera manipulación, sumamente cuestionable en términos ideológicos.
- La historia del área está marcada por distintos tipos de profunda violencia desde la llegada de la invasión española. La época republicana, desde hace dos siglos, continúa esos moldes. Las guerras fratricidas de los últimos años son la expresión de esa descarnada historia y mostraron al rojo vivo esa historia de violencia y desprecio por el otro, donde la impunidad de los más poderosos es la constante, y la falta de justicia las perpetúan.
- El desprecio por el otro distinto (indígenas, mujeres, diversidad sexual, marginalizados varios, entre otros) es una marca cultural que recorre la región. El racismo y el patriarcado marcan a profundidad las relaciones interpersonales y son una constante que asienta en ese desprecio.
- Las élites socioeconómicas y políticas replican esos patrones, constituyéndose en feudos intocables con privilegios irritantes sobre grandes masas populares paupérrimas. Esa matriz, a todas luces violenta, marca la historia de los países del istmo. Los Estados replican esas matrices, convirtiéndose a su vez en foco de más violencia.
- Los distintos tipos de violencia se han incorporado tan profundamente en la cotidianeidad que terminaron convirtiéndose en cultura normalizada, aceptada resignadamente, sin aparente posibilidad de cuestionarla.
- Revertir esa cultura ya instaurada en los imaginarios colectivos implica un muy fuerte y prolongado trabajo multifactorial. Deben ser los Estados, con políticas públicas sostenibles, los encargados de llevar adelante esos proyectos. Ello implica, como mínimo, un sustancial mejoramiento en las condiciones de vida de las poblaciones y un muy hondo cuestionamiento educativo-cultural, pensando en cambios que se verán no inmediatamente sino en las próximas generaciones.
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