Siempre es interesante ir a la historia para comprender lógicas políticas del presente. La Transición del franquismo a una democracia homologable a las del resto de Europa implicó un hito importantísimo en España. La Transición forjó o moldeó gran parte de las características actuales del sistema político español. Legó, nada más ni nada menos que, […]
IGNACIO REYES. De Cristina Almeida a Rosa Aguilar: el PSOE como asilo político y periodísticoSiempre es interesante ir a la historia para comprender lógicas políticas del presente. La Transición del franquismo a una democracia homologable a las del resto de Europa implicó un hito importantísimo en España. La Transición forjó o moldeó gran parte de las características actuales del sistema político español. Legó, nada más ni nada menos que, una forma de gobierno: la monarquía parlamentaria. Pero también una configuración de poderes muy clara. Por un lado, dejó sentadas las bases del bipartidismo. Por otro, aseguró la permanencia del poder económico, judicial y mediático del régimen franquista.
Explica Gregorio Morán en su libro
“El precio de la transición” que luego de las primeras elecciones de 1977 el movimiento de cuadros del Partido Comunista y otros grupos hacia el Partido Socialista fue continuo. Y que a partir de 1980, cuando la victoria socialista se vio como algo inevitable, este movimiento que había sido más sutil pasó de trasvase a vuelco.
No se trató solo de un caso coyuntural, sino de la inauguración de una gramática política: una forma de administrar el conflicto desde el bipartidismo. Una gramática que tal vez —solo tal vez— no haya perdido vigencia. Lo que ocurrió entonces puede ser algo más que un episodio del pasado.
Julio Anguita: Don Quijote, Cristina Almeida: Sancho Panza
Julio Anguita fue uno de los pocos dirigentes políticos a la izquierda del PSOE que desafió de manera consistente al bipartidismo. Su discurso, centrado en la idea de que el PSOE y el PP eran «las dos caras de la misma moneda», representaba una amenaza para la hegemonía socialista sobre la izquierda. No por casualidad, fue sistemáticamente caricaturizado como un personaje anacrónico, dogmático, aislado o utópico. Pese al desgaste, obtuvo los mejores resultados de la izquierda a nivel estatal hasta la llegada de Podemos.
Los medios de comunicación jugaron un papel clave en esta operación. Canal+ lo representó en Las Noticias del Guiñol como un Quijote desfasado, empeñado en batallas imposibles. Las tertulias y periódicos lo ridiculizaban como un intransigente o como un líder político con posturas no creíbles, realizables o sostenibles. En dicho programa, al mismo tiempo que se lo caricaturizaba como Don Quijote, a Cristina Almeida se la representaba como Sancho Panza. Estaban allí sentadas las bases para que Anguita, quien proponía una postura política disruptiva con respecto al poder establecido a nivel nacional y continental, fuese un delirante y Cristina Almeida quien intentara luego un viraje hacia el PSOE fuese la voz de lo sensato, de lo real, lo sostenible y lo creíble.
A partir del 1978 el PSOE fue ofrecido como única alternativa y como única realidad política. La crisis de las izquierdas profundizó esa sensación. En términos políticos, el PCE se sumergió en una crisis importante. En términos periodísticos, periódicos como Mundo Obrero o La Calle fortalecieron ese sentir perdiendo parte de su fuerza. Pareció, entonces, que fuera del PSOE no había nada.
En su tesis doctoral, Juan Andrade explica cómo el PSOE también supo acompañar este momento efectuando una transformación absoluta de su formación militante. No solamente fue mostrado, mediáticamente, como la única alternativa. También hizo transformaciones para convertirse en un
partido de gobierno, con lo que ello significaba. El análisis de los temarios que se trataron en las “Escuelas de Verano” desde antes de la transición hasta finales de esta, muestra como la formación del militante en el PSOE fue perdiendo su tono doctrinal o de corte más ideológico en beneficio de una orientación más técnica, moderada o pragmática.
Tanto por propios como por ajenos, el PSOE supo ser proyectado como el partido del régimen del 1978. No en vano, Manuel Fraga le dijo a Felipe González que el éxito de su construcción política sería que este se transformara en presidente no mucho tiempo después de efectuada la transición. A partir de allí, quedó establecido una serie de castigos mediáticos y políticos para los que no estuviesen dispuestos a aceptar el bipartidismo y la monarquía. De la misma manera, que también se establecieron recompensas para todos aquellos que estuviesen dispuestos a virar desde posiciones más de izquierdas hacia el PSOE.
La cooptación como mecanismo de control en lo periodístico y en lo partidario
Los incentivos para moderar el discurso y alinearse con los marcos establecidos fueron poderosos y efectivos. Acceso a espacios de influencia, reconocimiento y estabilidad profesional. En algunos casos: cargos, ministerios y puestos de asesoría.
Pero esta lógica de integración no se agota en el plano partidario. El PSOE no solo ofrece cobijo institucional, sino también proyección pública a través de un ecosistema mediático que opera en tándem con sus intereses. El Grupo PRISA —con El País y la Cadena SER como buques insignia— ha funcionado históricamente como una pieza esencial de este engranaje. En ese esquema, no solo se premia la moderación ideológica: se castiga toda disidencia con marginalidad o descrédito.
Jesús de Polanco y Juan Luis Cebrián entendieron que los medios no solo informan: disciplinan. A través de El País y la Cadena SER, el Grupo PRISA funcionó como catalizador del ascenso del PSOE y como garante de sus límites ideológicos. Los dirigentes de izquierdas que desafiaban esa lógica —como Julio Anguita— eran caricaturizados o silenciados. Quienes aceptaban el pacto tácito del régimen del 78, en cambio, eran premiados con espacios, legitimidad y visibilidad.
El rol de los medios de comunicación en la consolidación del PSOE como partido central del sistema político español no puede entenderse solo como acompañamiento: fue una operación de construcción activa de liderazgo. Un ejemplo emblemático es la forma en que El País fogueó y consolidó la figura de Felipe González como presidenciable durante la Transición. En 1979, tras el congreso en el que González renunció a la Secretaría General al no poder imponer el abandono del marxismo para su partido, su figura parecía debilitada. Sin embargo, El País —dirigido por Juan Luis Cebrián gracias a Fraga— intervino editorialmente para revertir esa imagen: lo presentó como un líder moderno, europeo, pragmático y en sintonía con el futuro democrático del país. Gracias a esa cobertura favorable y a una narrativa insistente sobre su “responsabilidad de Estado”, González no solo volvió al liderazgo, sino que lo hizo fortalecido e imponiendo dentro de su partido su línea ideológica. Lo que parecía una crisis terminó siendo una catapulta. Desde entonces, la alianza simbólica entre el PSOE y ciertos medios se volvió estructural.
Por eso, la cooptación no ocurre solo en los escaños o en los ministerios, sino también en las columnas de opinión, en los editoriales, en los elogios cuidadosamente administrados a quienes «entienden cómo funciona el Estado» y aceptan jugar bajo sus reglas. Allí se produce otra forma de salto, menos visible pero igual de poderosa: el pasaje desde una izquierda crítica hacia una izquierda domesticada, validada mediáticamente.
El caso de Daniel Bernabé es ilustrativo de cómo la lógica de cooptación también opera sobre el periodismo que se presenta como crítico. Bernabé, ensayista y periodista vinculado al PCE y con una trayectoria marcada por sus intervenciones críticas en las que llegaba a defender a Salvini en algunos aspectos, fue recientemente fichado por el gobierno del PSOE para incorporarse a la Secretaría de Estado de Comunicación. Su paso desde el análisis mordaz previo a 2020 hacia un rol dentro del aparato comunicacional del Ejecutivo en la actualidad no puede leerse como un giro aislado: forma parte de una estrategia más amplia por parte del PSOE para absorber voces disonantes y reconvertirlas en engranajes útiles dentro del relato gubernamental.
En términos político partidarios, la historia de Nueva Izquierda es un buen ejemplo. Cristina Almeida y Diego López Garrido presentaron su proyecto como una izquierda moderna y pragmática, alejada de la «rigidez» de IU y de Anguita. Su destino estaba escrito desde el principio: acabaron en el PSOE, con López Garrido llegando a ser secretario de Estado. La moderación discursiva no solo les permitió permanecer en la política institucional, sino que les abrió las puertas del poder.
Cristina Almeida se había destacado anteriormente como abogada laboralista. Defendió a trabajadores y presos políticos durante el franquismo y la transición y se convirtió en una referente para Izquierda Unida. Fue elegida diputada por Izquierda Unida en 1989 y 1996. Posteriormente asumió una escisión dentro del partido que fue bien recompensada: inmediatamente fue aspirante a la Presidencia de la Comunidad de Madrid por la coalición PSOE-Progresistas. Perdió la elección, pero continúo su trayectoria política en el PSOE y después en tertulias televisivas.
Diego López Garrido fue miembro de la Presidencia Ejecutiva de Izquierda Unida, un cuadro teórico relevante para el partido. Fue también asesor y portavoz externo o adjunto del grupo parlamentario de IU y coordinador internacional. Posteriormente, el PSOE lo reclutó como técnico. Luego tuvo una fructífera trayectoria dentro del partido, siendo Secretario de Estado para la Unión Europea, Portavoz y Secretario General del Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso de los Diputados. Actualmente, es Vicepresidente Ejecutivo y Director de Cultura y Comunicación de la Fundación Alternativas. Este caso es bien gráfico pues López Garrido logró, en términos individuales y profesionales, dentro del PSOE lo que difícilmente hubiese logrado dentro de Izquierda Unida. Lo que supone que el mecanismo de ofrecimiento de ascenso profesional a cambio de moderación ideológica y aceptación de los marcos del bipartidismo funcionó.
Cristina Almeida y Diego López Garrido, junto a su compañero Sartorius, quizá sean los casos más conocidos de un patrón de fuga que se repitió constantemente a lo largo de la historia política española. Pero hay varios casos sobre los que vale la pena volver.
Ramón Tamames, economista histórico del PCE, fue diputado (1977-1981), cercano a la línea «eurocomunista» de Carrillo. En 1982, tras abandonar el PCE, se acercó al PSOE y apoyó las políticas económicas socialistas. Nunca se afilió, pero fue un aliado clave en la justificación del giro ideológico del PSOE.
Eduardo Sotillos fue militante de base del PCE en la década de los 70, alcanzó trascendencia por su carrera periodística y en 1982, luego de la victoria electoral del PSOE fue convocado por Felipe González para ejercer la función de Portavoz con rango de Secretario de Estado hasta 1985.
Rosa Aguilar es uno de los casos más representativos de esta lógica. Proveniente del PCE y destacada dirigente de IU, fue alcaldesa de Córdoba y una figura central de la izquierda andaluza. En 2009, aceptó ser ministra en el gobierno de Zapatero. Su paso al PSOE fue presentado en los medios como un gesto de responsabilidad institucional, y fue celebrada como exponente de una izquierda «moderna». Su trayectoria ilustra cómo el viraje hacia el PSOE se premia con visibilidad, poder y blindaje mediático.
De la misma manera, la disolución del Partido de los Trabajadores de España-Unidad Comunista (PTE-UC), liderado por Santiago Carrillo, en 1991 fue un punto de inflexión que terminó por reforzar esa percepción. Muchos de sus cuadros, sin espacio político viable tras la disolución, terminaron integrándose al PSOE. Este proceso no solo consolidó al PSOE como destino natural, sino que también contribuyó a ampliar su base técnica e intelectual, reforzando su posición como partido hegemónico dentro del sistema del 78.
Un mecanismo ¿que sigue en funcionamiento?
Pablo Iglesias vaticinó en RNE el destino de algunos dirigentes de SUMAR: El PSOE. Integrar, domesticar y, cuando es posible, absorber. ¿La experiencia de Nueva Izquierda podría repetirse?
El exvicepresidente ha señalado recientemente el paralelismo entre Sumar y el destino de Nueva Izquierda, la formación que en los años 90 nació como una escisión de Izquierda Unida (IU) y terminó siendo un satélite del PSOE. Pero este no es un fenómeno nuevo: Julio Anguita ya advertía sobre cómo el poder mediático y político encuadraba a quienes no aceptaban la lógica de la resignación. Su propia experiencia es una muestra de ello.
La pregunta que surge es si Sumar puede estar recorriendo el mismo camino. Desde su fundación, la formación de Yolanda Díaz ha evitado el choque con el PSOE, ha asumido su rol seguidista en el gobierno sin marcar una identidad propia. Si Sumar repite el camino de Nueva Izquierda, como sugiere Iglesias, quizás no se trate de un caso individual o estratégico, sino de una dinámica estructural.
También es sintomática la declaración de Mónica García, actual ministra de Sanidad, quien afirmó sentirse más cercana a Pedro Sánchez que a Pablo Iglesias. Esta afirmación no es solo una opinión personal: funciona como guiño hacia el poder establecido, una señal de alineamiento que puede tener consecuencias en términos de proyección y respaldo institucional y mediático.
El PSOE ha sido mucho más que un partido: ha funcionado como un dispositivo integrador de élites, un refugio ideológico para cuadros provenientes de tradiciones críticas que, tras atravesar una zona de desposesión simbólica o de fatiga militante, encontraron allí una forma de reincorporación al sistema. Pero esa lógica de asilo no se limita a los cargos o a las siglas: implica también un proceso de legitimación mediática, de reconfiguración discursiva. El Grupo PRISA y El País, en particular, han sido actores centrales en esa tarea. Desde los tiempos de Felipe González hasta los elogios actuales a figuras como Manuela Carmena, han operado como gestores de la frontera de lo decible, de lo aceptable, de lo progresista “razonable”.
Lo que se castiga no es tanto la radicalidad, sino la autonomía. Lo que se premia no es tanto la adhesión programática, sino la disponibilidad para encajar en una estructura que se piensa a sí misma como la única izquierda de gobierno posible. En esa tensión entre independencia y absorción, entre ruptura y domesticación, se juega todavía hoy buena parte del destino de las izquierdas en España.
DIARIORED