Excusar a Zelensky por el funcionamiento degradante del Estado ucraniano, significa difuminar el sufrimiento de aquellos a quienes él cada día condena a la guerra.
Zelensky y la «cortina de guerra»Hugo Dionísio.— Los datos recién divulgados por el Centro de Sondeos Razumkov, para el período febrero-marzo de 2025, revelan un fenómeno político intrigante: los ucranianos, aparentemente son proclives a seguir confiando en el presidente Volodymyr Zelensky; no obstante tienden a desconfiar profundamente del gobierno, del parlamento, de la policía y hasta del mismo Estado —en la mayoría de los casos de forma masiva. Esta dicotomía sugiere una estrategia eficaz de «victimización selectiva» —en la que el presidente é retratado (e caracterizado) como un líder que lucha contra un sistema disfuncional, intrínsecamente corrupto, eludiendo así el escrutinio que se aplica a las demás instituciones.
Existen varios métodos para lograrlo, pero ninguno de ellos es oculto o pasa desapercibido. Todo se hace abiertamente, ya sea dentro de la propia Ucrania, a través de la comunicación que emana de la propia presidencia y de los grandes medios de comunicación, muchos de ellos financiados por la USAID y otras organizaciones occidentales, pero también a través de la comunicación que entra al país a través de los medios de comunicación occidentales, piezas de información y comunicaciones que vienen de las instituciones gubernamentales que patrocinan al régimen de Kiev. Se trata de una estrategia de comunicación interdependiente, que pretende legitimar al régimen ante los ojos de los ucranianos y de los pueblos europeos, encerrándolos en una burbuja narrativa blindada, sin críticas ni contradicciones externas relevantes.
El hecho es que esta estrategia es tremendamente efectiva y pretende provocar una disociación entre el «líder» y las demás instituciones, con datos de la encuesta antes mencionada que muestran que Zelensky mantiene una alta aprobación, en torno al 57,5% (entre los que confían plenamente (17,3%) y los que tienden a confiar (40,2%), mientras que el Parlamento (con un total del 17,8%) y el gobierno (con un total del 22,5%) rara vez superan el 20 al 30% de confianza, según encuestas de períodos anteriores.
Para que tengamos una idea del tipo de régimen que se ha establecido hoy en Ucrania, quienes también se libran de la desgracia, revelando la eficacia de la propaganda de guerra y la necesidad de mantener una economía belicista, son las Fuerzas Armadas y los voluntarios (léase «mercenarios extranjeros o nacionales»), obteniendo un nivel de confianza superior al 80%, en directo contraste con las instituciones civiles y supuestamente «democráticas». Para un Estado que pretende ser la última barrera de la democracia frente a la autocracia, la desconfianza abrumadora hacia las instituciones democráticas no es una gran tarjeta de presentación. Además, pese a que ya ha expirado el mandato presidencial y se le pregunta a los encuestados sobre la necesidad de elecciones, sólo el 22% tiende a decir que son necesarias. En otras palabras, el sistema «democrático» de un «pueblo» que valora a un presidente cuyo mandato ya ha expirado, que no quiere elecciones y que descalifica a las instituciones civiles del país.
Incluso las instituciones locales, los tribunales, la policía, el ministerio público, no pasan la prueba de la confianza. Con la excepción del presidente, las instituciones militares o militarizadas (antiguos grupos nazis como Azov y otros), la Iglesia y los servicios de seguridad (SBU), todos los demás rara vez escapan a una imagen tremendamente negativa y ninguno de ellos alcanza niveles elevados de confianza, mucho más altos que un mero 50%. Los propios «medios de comunicación» ucranianos no se libran de las valoraciones negativas: un 41,2% de los encuestados afirma creer, tiende a creer, o cree totalmente en este servicio. Es como si el pueblo ucraniano se viera obligado a culparse a sí mismo (profesores, políticos, policías, funcionarios, periodistas…), una forma de sacar a la luz la santidad de quienes, de hecho, los gobiernan. Toda la base y las capas intermedias de la población se ven impulsadas al autosacrificio como forma de preservar la vida de la élite.
Este dilema, según el cual el pueblo ucraniano asume la responsabilidad de todo lo que falla, excusando a sus dirigentes por la desgracia en la que vive, incluso premiando acciones que los condenan a muerte, nos deja desconcertados ante las explicaciones a las que puede dar lugar: o bien el Estado ucraniano no es una democracia, en la medida en que mantiene un liderazgo irresponsable, incapaz de responder a las necesidades del pueblo, haciéndole creer que, además, es culpa suya; o bien la encuesta del Centro Razumkov no debe tomarse en serio, ya que, en una sociedad verdaderamente democrática, el pueblo nunca se culparía a sí mismo, en particular por las incapacidades y deficiencias del poder representativo que elige, precisamente, para superarlo. En tal sentido, en ambos casos tendremos que cuestionar el verdadero papel desempeñado por el Centro Razumkov.
Sea cual sea la respuesta, estamos pues ante un claro caso de militarismo, autoritarismo y plutocracia, fruto de una alianza entre las distintas facciones que conforman la estructura de poder, compuesta por la presidencia, que protege a la oligarquía y sus patrocinadores nacionales y extranjeros, sumándose a ella la Iglesia, utilizada para adoctrinar, y los servicios de «seguridad» para espiar, perseguir y acosar a la población. De hecho, no me sorprendió que los entrevistados temieran responder ciertas preguntas, por temor a represalias, dado que en ese país hay un clima de intimidación, terror, amenazas y vigilancia masiva. El simple hecho de hablar ruso puede dar lugar a procesos penales, a cuestionamientos sobre la continuación de la guerra o a críticas contra el Ejército y los servicios de seguridad y a un arresto inmediato.
Son bien conocidos los instrumentos utilizados para crear una narrativa condescendiente hacia quienes, después de todo, asumen la responsabilidad del país. La narrativa de guerra en la que Zelensky se posiciona como el «comandante en jefe» de la resistencia, asumiendo una vestimenta que recuerda a un guerrillero revolucionario del siglo XX (lo cual es una profunda contradicción filosófica cuando lo adopta un sionista, neoliberal y nazi-banderista), mientras que el gobierno y el parlamento se asocian con la burocracia y la corrupción de antes de la guerra, es una de las estrategias de comunicación más comunes. El presidente que defiende al país, minado por los poderes corruptos de una Ucrania que persiste en no cambiar, a pesar de la voluntad de su mandatario. ¿Cuántas veces hemos escuchado a Ursula von der Leyen decir que «Ucrania tiene que cambiar»?
Semejante victimización sólo es posible porque hemos presenciado una centralización del poder político sin parangón en la corta historia ucraniana, hasta el punto de que Zelensky ha aprobado una ley que le prohíbe a cualquier responsable entrar en negociaciones con la parte rusa, convenciendo a todos, incluso recurriendo a think tanks europeos y norteamericanos (como el CIDOB en Barcelona/España), de continuar con la estrategia de «hacer la paz a través de la guerra». Esta centralización se logró mediante la imposición de la ley marcial y la suspensión de las elecciones, creando así un escudo de emergencia, o «escudo de guerra», en el que cualquier fallo en la política pública se atribuía a las limitaciones del conflicto o a la ineficiencia de terceros. Un poco como lo que ocurrió en los países de la UE durante el confinamiento por la Covid-19, excusando a los gobiernos por su incompetencia y el daño que causaron con sus políticas.
En general, la estrategia de victimización, que le asegura la supervivencia política a Zelensky, se basa en tres pilares retóricos: 1. «Estoy luchando contra un sistema podrido», en el que incluso como jefe de Estado, se distancia de las instituciones, culpándolas de problemas como la corrupción, la lentitud o la derrota, como suele ocurrir cuando responsabiliza a alguien de los avances rusos o del colapso de las fuerzas militares; 2. «La guerra lo justifica todo», lo que permite la constante apertura de excepciones y cambios en la narrativa, posponiendo reformas o elecciones y transfiriendo las frustraciones a los «enemigos internos», como en el caso de Poroshenko; 3. «Occidente es lento, pero yo soy el rostro de la resistencia», el «embajador de la libertad», donde Zelensky capitaliza la simpatía internacional, mientras que el fracaso en el envío de armas o ayuda se atribuye a otros (EEUU, la UE).
Las evidencias permiten concluir que efectivamente existe una transferencia de la culpa. Tal es el caso de la desconfianza selectiva traducida en el hecho de que el 75% de los ucranianos (datos 2023-24) aprueba el liderazgo presidencial en la guerra y solo el 23% confía en el Parlamento (Centro Razumkov). Incluso después del desgaste actual, los datos más recientes demuestran el mismo tipo de actitud en el público. Hay una crisis de representación, pero afecta principalmente a los partidos políticos y no al presidente, sin perdonar ni siquiera al partido Servidor del Pueblo que lo llevó al poder. Por último, tenemos la crisis de confianza en el orden y la justicia, con la policía, los tribunales, los fiscales y las unidades anticorrupción abandonados a su suerte, mientras que el todopoderoso Zelensky se salva de la evaluación negativa.
Esta paradoja, de un presidente todopoderoso que lucha contra fuerzas del mal tanto internas como externas, contra todo y todos, tan grande que no llega a ninguna parte y tan poderoso que no logra nada, es típica de los regímenes, tal como lo relata el libro «The Politics of Dictatorship». Dejando a un lado las categorías que constituyen el concepto en cuestión (culto a la personalidad; justificaciones históricas aliadas a la victimización; alineamiento religioso; responsabilidad selectiva; manipulación de marcos legales —estados de excepción—; campañas de relaciones públicas; militarismo; vigilancia e inteligencia, etc.) nos damos cuenta rápidamente de que también están presentes en el régimen de Kiev, uno en el que los problemas se eternizan, pero se gastan ríos de dinero en propaganda en torno a la santificación de las figuras del régimen: el presidente; la Iglesia ucraniana; los servicios de «seguridad».
Algo semejante a lo que hizo Salazar en Portugal con la trilogía Pide, Iglesia e Imperio. No podemos hablar de «Dios, Patria, Familia», porque sería ridículo que una figura que vende el país a BlackRock, sucumbe al neocolonialismo de Biden y Trump y apuesta por el wokismo como estrategia de propaganda para la juventud urbana europea, utilizara el patriotismo y la familia como símbolos de su propaganda. Zelensky es más una farsa que una tragedia, recordando la máxima atribuida a Engels.
Pero no hay que pensar que el poder y la imagen de Zelensky se legitiman sólo desde dentro. La Unión Europea, la OTAN y Estados Unidos son quizás los principales responsables de construir el culto a la personalidad en torno a su figura, y promover, desde el exterior, una imagen santificada del líder del régimen de Kiev.
No sólo lo presentan como un líder simbólico de la resistencia europea, también le dan una visibilidad constante en las instituciones occidentales (presentadas como «internacionales»), consolidando su posición como «la voz de Ucrania», no sólo en el exterior, sino también entre el público ucraniano, intentando establecer una relación muy fuerte entre el orgullo nacional restablecido y la figura de su presidente, que lo recupera en el exterior, en el Occidente civilizado de las ilusiones, que tanto lo valora y tan bien lo acoge. Esta bienvenida está constantemente acompañada de un lenguaje sensiblero, a través del cual «líderes» como Ursula von der Leyen o Charles Michel lo recompensan frecuentemente con términos como «coraje», «sacrificio» y «lucha por Europa», asociando a Zelensky con valores trascendentales, por encima de la política tradicional, los llamados «valores europeos».
Al mismo tiempo, exhaustivamente lo hacen presentando a Ucrania como una víctima y a su presidente como un mártir, pero tremendamente trabajador. La imagen simbólica de «David contra Goliat» viene constantemente a la mente, minimizando u omitiendo agresivamente cualquier información sobre la corrupción o la disfunción gubernamental en Ucrania. Al contrario, optan constantemente por enfatizar el supuesto «sufrimiento», favoreciendo imágenes de Zelensky en escenarios de guerra (frentes de batalla, funerales), reforzando la idea de que «comparte los sacrificios del pueblo», a diferencia de los políticos tradicionales. Como hemos escuchado innumerables veces de funcionarios políticos occidentales, dicen que admiran a Zelensky por no huir de Kiev, por quedarse en el país y por no esconderse nunca. Sin embargo, lo hacen sin ninguna prueba de que realmente lo haya hecho. El objetivo es claro, se trata de construir una imagen infalible, heroica y sobrehumana de un líder que, al fin y al cabo, está lleno de defectos, el primero y más importante: su presencia en los Pandora Papers.
La UE también opta por el olvido selectivo cuando oculta de forma muy descarada las acciones profundamente negativas de Kiev, ya sea con consecuencias directas para los Estados miembros de la UE o sus pueblos, como en los casos en que Zelensky saboteó el suministro de gas a Europa a través del gasoducto Druzhba, o, más recientemente, cuando ordenó la voladura de la estación de bombeo de Sudzha, asegurándose que la UE no pueda recibir gas por esa ruta durante al menos los próximos dos años y medio. ¿Quién tomaría dicha decisión? ¿El propio Zelensky? ¿Las agencias de seguridad que intervienen oscuramente en Kiev, o a los pueblos europeos? Lo mismo hacen los «líderes» europeos cuando el régimen de Kiev ataca centrales nucleares como la de Zaporizia o lleva a cabo ataques terroristas en Rusia o África. En tales casos, la UE permanece en silencio, incluso cuando está profundamente desacreditada ante sus propios pueblos y los del Sur Global.
En los muy raros casos en que las potencias occidentales hacen críticas tenues sobre la corrupción o la necesidad de un mayor escrutinio presupuestario, dichas críticas suelen dirigirse al gobierno, al parlamento o a los oligarcas más que al presidente ucraniano saliente. Este privilegio que asiste a Zelensky, de permanecer al margen cuando ocurre un desastre (incluso en términos militares la OTAN y la UE tienden a culparse a sí mismas y a los suyos) y pasar al primer plano cuando la estrategia logra algún éxito, se extiende sólo a él y, a través de él, a las fuerzas militares. Todas las demás instituciones ucranianas tienden a recibir el tratamiento opuesto, enfatizando sus fracasos y desdibujando sus éxitos.
Esta estrategia de comunicación es luego replicada por los medios de comunicación nacionales, que dependen en gran medida de la financiación externa, incluida la de la UE, y actúan de tal manera que cuando esta elogia a Zelensky, la prensa ucraniana (como Ukrainska Pravda, Kyiv Independent o canales estatales) utiliza dichos discursos como prueba de que su liderazgo es reconocido internacionalmente, desalentando las críticas internas.
Otra forma, utilizada para inmunizar o santificar la imagen de Zelensky, está presente cuando los medios europeos utilizan frecuentemente el contraste entre la «Ucrania heroica» y la «Rusia agresora2, pero también, subliminalmente, oponiendo a Zelensky (el líder democrático) a las élites políticas ucranianas (las «viejas estructuras»). Toda esta comunicación prerreflexiva y emocional resuena en la población, justificando la desconfianza en el Gobierno y el Parlamento, pero paradójicamente, en menor medida, en el máximo dirigente. Es como si Zelensky fuera el líder más querido, mientras que a Occidente le gusta a menudo ridiculizar a otros, que son mucho más indefensos, que no tienen apoyo o son víctimas.
Tal actitud induce al pueblo ucraniano a una trampa de conciencia, a una prisión psicológica que funciona como un chantaje. Si la UE trata a Zelensky como el único interlocutor válido, los ciudadanos ucranianos internalizan la idea de que cuestionarlo podría significar debilitar al país ante los ojos de sus aliados —una narrativa útil en tiempos de guerra— y fortalecer a sus enemigos.
Esta estrategia, como puede verse, no es eterna. Lo cierto es que incluso Zelensky ya no tiene los mismos índices de aprobación que antes. Si hasta hace un año el expresidente ucraniano tenía índices de aprobación en torno al 70% (llegó al 91%), hoy solo tiene el 57,5%, aunque el 40,2% de los encuestados respondió «tiendo a creer». Y no podemos dejar de añadir aquí, en estos días de amargura para los centros de votación, que el Centro Razumkov está financiado por la UE, a través del programa Horizonte, lo que no dejará de tener su importancia. Todos sabemos cómo y dónde realizar una investigación que tenga uno u otro resultado. Esta técnica no se ha inventado y no desaparecerá en Ucrania.
El cansancio de la guerra, causado por el deterioro de la situación militar, el servicio militar obligatorio y la desesperación de las madres y esposas por la pérdida de sus seres queridos; la falta de alternativas, vinculada a la ausencia de elecciones, impide la renovación política, pero también cristaliza un descontento —que podría estallar en una situación de posguerra— que seguramente estará en las cuentas de Kiev y de sus patrocinadores.
Como lo demuestran los casos de Georgia, Moldavia, Eslovaquia, Bulgaria, Armenia y Hungría, las protestas y los cambios recientes han demostrado que la «cortina de guerra» no dura para siempre y tiene efectos limitados, especialmente cuando los problemas se vuelven eternos y las poblaciones sienten, día tras día, la degradación de sus condiciones de vida. No es ningún secreto que las guerras del Imperio ruso contribuyeron en gran medida a la Revolución bolchevique de 1917. Más de 100 años después, Occidente está claramente empezando a moverse hacia otro período prerrevolucionario, del que sólo se salvarán aquellos que sepan poner a sus poblaciones en primer lugar. De lo contrario, no culpen después a los revolucionarios y a las revoluciones, ni a la violencia latente causada por décadas de sufrimiento constante.
La oligarquía es experta en demonizarlos, pero el acto revolucionario no es más que canalizar la desesperación hacia la lucha, utilizando esa energía para cambiar un mundo que amenaza con avanzar con mayor celeridad hacia el abismo. Ese día no habrá echarle la culpa a las víctimas, cuando hoy constantemente se se usan excusas para eximir a los culpables. Como ejemplo, baste Ucrania.
Dicha paradoja de confianza que vive Ucrania no es más que el resultado de lo que he dicho antes. Excusar a Zelensky por el degradante funcionamiento del Estado ucraniano, más que ignorar su culpa y la democracia misma, consiste en oscurecer el sufrimiento de quienes condena a la guerra todos los días, ya sea la guerra de las armas o la ardua lucha por la supervivencia en un país al que ha condenado.